RECETARIO POPULAR

No quedan dudas, este fue el año del coronavirus y sus consecuencias. Sin embargo, también fue el año de cocinar en casa, de las ollas comunes y de los comedores populares. Movidos por esto —más un interés previo por libros como Cocina Popular de Mariana Bravo Walker o Cocina de Recursos de Ignacio Doménech— decidimos idear un recetario que contuviera preparaciones sabrosas y de bajo costo, ejecutadas por personas que han dedicado su vida a cocinar o a repensar la alimentación.
Como la labor fue realizada en plena pandemia, las entrevistas fueron a través de zoom, por correo o vía telefónica. Fue así como conocimos a Carmen Gloria Escobar, Javier Bruna Bernucci, Rodrigo Poblete Muñoz, Christian Opazo, Bernardita Jiménez, Mario Bustamante y al colectivo Frente Gastronómico. Aquí hablan sobre sus historias, sus motivaciones y de los platos que, al prepararse con los cariños pertinentes, se convierten en verdaderas delicias.

Carmen Gloria Escobar, Domenika Pastas: «Cocina de intuición»
Receta: Pastel de papa con pino de cochayuyo

Carmen Gloria Escobar, o Yoya como le dicen sus cercanos, recuerda sus primeros pasos en la cocina a muy corta edad. “Comencé a cocinar chica, con doce años. Eran preparaciones sencillas que hacía para ayudar a mi mamá, ya que vivíamos solas. Fue mi forma de aportar en las tareas de la casa”.

Con el pasar del tiempo, y a medida que perfeccionaba su estilo, se dio cuenta de que tenía una habilidad natural para el arte de guisar. “Se me da, es una de las pocas cosas que hago sin pensar”. Sin embargo, no optará tan rápido por la cocina como una forma de ganarse la vida. Primero estudiará fotografía y cámara, llegando a trabajar como asistente en TVN.

Luego, en un viaje a San Pedro de Atacama —que se extenderá por 8 años— volverá a reencontrarse con el calor del fuego y las ollas. “Es un lugar muy hermoso para vivir, pero sólo puedes trabajar en dos cosas: gastronomía o turismo. Por lo que volví a cocinar como un medio de subsistencia”. Será esta desértica ciudad rodeada de salares, volcanes, géiseres y aguas termales, la que finalmente sellará el destino de Carmen Gloria como cocinera. “Trabajé en tres restaurantes, donde aprendí tanto de cocina como de administración. Fue ahí cuando decidí estudiar, pero sólo sirvió para darme cuenta de que no andaba tan perdida en relación con las técnicas que había aprendido de forma intuitiva. Así que lo abandoné”.

Al retornar a Santiago, comienza un negocio de colaciones que mantendrá por dos años, armándose de una clientela constante. “No quise volver a trabajar en restaurantes. Quería probar por mi cuenta”. Y no erró en su postura, dado que éste será el primer paso para fundar Domenika, una pyme de pastas artesanales —bautizado en honor a su hija Dominga— que opera en Ñuñoa, La Reina y Providencia. “De a poco ha ido creciendo la carta y también las zonas de entrega. Cada vez contamos con más clientes”. Y podemos dar fe de este progreso. Actualmente, Domenika ofrece despacho y retiro de ravioles, sorrentinos, ñoquis, lasañas, tortellonis, agnolottis y quiches a muy buenos precios, considerando que los rellenos y salsas son de jaiba, locos, carne mechada, queso azul, camarones, entre un largo etcétera de exquisiteces provenientes de la tierra y el mar.

Para la misión que nos convoca, Carmen Gloria busca poner en valor el cochayuyo, una humilde alga comestible, muchas veces desdeñada por su textura y aroma, que se puede encontrar en abundancia en las costas chilenas. “A mí me encanta su sabor. El problema es que la gente no sabe qué hacer con él. Hay miles de formas de prepararlo, pero me incliné por convertirlo en un pino para un pastel de papa. Una preparación fácil, alimentaria y sabrosa”.

Pastel de papa con pino de cochayuyo. Link a la receta


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Javier Bruna Bernucci, Integrante de A&A: «Amor, rutina y cocina»
Receta: Garbanzos con crocante de pan frito y prieta


Sigmund Freud dijo alguna vez que los humanos necesitamos sólo dos cosas: amor y rutina. Por nuestra parte, agregaríamos una tercera variable no considerada en el consejo del celebre psicoanalista austriaco: comida. 

Amor, rutina y comida. Una triada que Javier Bruna Bernucci entendió cuando comenzaba a dar los primeros pasos en la vida. “Recuerdo que jugábamos al restaurant en mi casa. A pesar de que no sabía bien lo que hacía, me gustaba amasar, revolver las ollas y meter el dedo para ir probando todo lo que salía de los fogones”.  

Será esta remembranza un factor determinante en la pasión que siente este cocinero por su oficio, tanto por la influencia que significó como por las huellas que dejaran en su memoria poética las figuras de su madre, Ledda Bernucci Guistacori, su abuela, Elvezzia Giustacori Nucci, y la hermana de la última, Elidia, a quien también refiere como a su abuela, italianas de tomo y lomo, mujeres de las que heredó y aprendió el gusto por guisar. “Eran tardes de bolero y cocina en las que preparábamos una salsa pomodoro que se podía estar cocinando por horas, hecha a partir de un caldo a base de hueso. A la vieja usanza. Luego se disponía en frascos conserveros, los que se guardaban en la despensa pensando en el hambre futura”.

No obstante —recuerda entre risas— entrará a la cocina movido por un motivo un tanto más hedonista: comer. “Siempre lo he disfrutado mucho. Soy bueno pal diente. Lo puedes ver en mi contextura. Podía esperar al pie de una olla por horas con tal de asegurar mi parte”. Luego agrega, “cuando chico le hacía la guardia religiosamente a un camión de quesos que se ponía a vender afuera de mi casa. Imagino que les daba risa, pero con el tiempo me tomaron cariño. Cosa que noté cuando me regalaron los despuntes que les iban quedando. Hasta que un día me echaron arriba del camión y salí a vender con ellos. No sé muy bien cuánto tiempo pasó o cuán lejos estuve de mi casa, la cosa es que me pagaron con un trozo de queso y plata. Ese fue mi primer sueldo. Tema aparte la sacada de chucha que me llevé. Súper merecida por lo demás. Tenía a toda la cuadra buscándome”.

Al cumplir una edad que le permitió mayores libertades, al igual que un personaje de una novela de Alfredo Gómez Morel, se lanzó a recorrer las calles y se enamoró de las ferias y los mercados. “Comencé a trabajar como propinero, cargando los bolsos de las compras. Fue ahí donde conocí el submundo propio de estos lugares: las peleas con cuchillo, los prostíbulos, el limosneo infantil, los falsos ciegos. Realidades que aún se pueden observar. Sin embargo, más allá de eso, esta experiencia -que sin duda me enseñó a moverme en el mundo- se constituyó como la primera escuela gastronómica que tuve. Fue ahí, y no en la academia, donde aprendí a elegir correctamente los insumos y a regatear, dos asuntos bien importantes de la cocina”.

Con el pasar del tiempo, esta atracción natural por comer se convertirá en amor por cocinar. Por lo que decide estudiar. “No fue nada que no supiera, pero ayudó a comprender los procesos y las historias que hay tras este oficio. También aprendí que es una disciplina en la que no existen fórmulas únicas”.

Posteriormente, ya inserto en el mundo laboral, vivirá su primera decepción profesional al ser despedido de un restaurant por contrariar al “chef” principal. Pero la vida le dará una revancha no buscada al ganar, con una preparación de appetizer de legumbres, la segunda versión del Torneo de Cocina de la zona Central. Concurso en el que su antiguo jefe terminó tercero. Lejos de darle alegría, esto le ayudó a determinar qué tipo de liderazgo quería tener dentro de la cocina. “Alejándome de prácticas tiránicas y de subordinación que suelen brotar en algunos restaurantes. A mí me gusta enseñar. Tuve grandes profesores”.

Al ser consultado por si él se considera un chef o un cocinero, se inclina sin dudar sobre lo segundo. “Chef te envisten, es una categoría que te otorga sólo el tiempo y la trayectoria. Por más que algunos se peguen las partes, cuando no tienen ni idea de cómo se filetea un pescado”. Con este espíritu humilde se mudará a una hostería en Los Queñes, sector cordillerano de la provincia de Curicó, para iniciar un negocio gastronómico liderado por el presidente de la Cámara de Comercio de la zona. Experiencia que recuerda con cariño. “Fue idear una carta desde cero, era una hostería que estaba abandonada. Logramos parar un proyecto al que nadie le tenía fe”. Pero querrá ir por más, aceptando una oferta para trabajar en un conocido restaurant en Puerto Montt. De esta ciudad sureña sabía sólo una cosa y la explicará con un refrán que le escuchó al “Loco” Abreu en su paso como delantero del equipo de futbol local. “En Puerto Montt hay dos estaciones, la de invierno y la de trenes”. Así que —entre lluvia, viento y densas nubes— vivirá un periodo de ocho años en el que se especializará en pescados y mariscos. Posteriormente se trasladará a Huilo Huilo, para trabajar en un hotel de esta maravillosa reserva biológica que se ubica al medio de Los Andes patagónicos, en la región de Los Ríos.

Para el recetario que nos convoca, Bruna Bernucci, el cocinero del equipo Abstemios y Ascetas presenta una receta de Garbanzos con crocante de pan frito y prieta. Una preparación que, de estar vivo Pablo de Rokha, seguramente la disfrutaría «entre comadres dulces, y compadres conchamadreros, de gran panza arcaica». “Quise anotarme con legumbres porque es un alimento combativo, que recuerda los tiempos de escasez y hambre, tal como los que mucha gente está pasando en la cuarentena. Es en estos episodios de la historia, que estas preparaciones salen del valor patrimonial, para pasar a su valor de uso”.

Pastel de papa con pino de cochayuyo. Link a la receta


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Rodrigo Poblete Muñoz, Appetizer Gastronomía: «El locus amoenus culinario»
Receta: Berenjenas fritas con queso gratinado y puré

La influencia materna. Un expendio de cervezas que operaba como restaurant clandestino. La figura tutelar del abuelo. Los juegos de brisca por la tarde y un enorme patio. Son las primeras imágenes que arroja el cocinero Rodrigo Poblete Muñoz para introducirnos a su locus amoenus culinario.

Una historia llena de recuerdos que comienzan en Talca y que de su voz emergen como tesoros vivos del patrimonio personal. “Mi abuelo era un gran cocinero. Mi mamá también. Ellos fueron quienes me asignaron las primeras tareas. Cosas simples. Nada que requiriera uso de cuchillos. Tengo que haber sido cargante, ya que mi papá se vio obligado a construir un cajón que me permitiera llegar a los mesones y a la cocina”.

Este cajón, testimonio de amor del padre, se tornará la herramienta que le permitió confeccionar el primer plato que recuerde. Una sopa de pantrucas que hizo ayudado por su madre. La imagen parece extrapolada de una película antigua. “Me paraba en el cajón, justo al lado de mi vieja y estiraba los brazos para que colgara las largas tiras de masa. Luego ella las iba trozando con la mano y las lanzaba de a una a la olla.”

Esta visión intima: madre e hijo amparados en la protección del fuego. Será la influencia que recibirá de la cocina de interior, esa que se va probando y rectificando acorde al cariño con que se prepara. Mientras que su abuelo, un cocinero jubilado de ferrocarriles de Chile, representará la cocina de exterior, que desde siempre se ha servido acompañada de juegos de mesa, platos condimentados, saludes a mano alzada y buenos amigos. Celebraciones y rituales propios del comistrajo en torno al fuego y las juntas al aire libre. “Mi abuelo tenía un expendio de cervezas en el barrio ferroviario. Como no contaba con la patente necesaria para manipular alimentos —y el local conectaba con nuestra casa— se las ingenió para recibir a los clientes en el patio. Ahí les servía las especialidades que perfeccionó durante años: patitas de chancho, prietas, empanadas, panitas y arrollados. Era un experto en todo tipo de causeos y un gran personaje”.

No obstante, el tiempo tendrá que hacer lo suyo antes de que Rodrigo vea a la cocina como una profesión. “Nunca me pareció un trabajo. Lo entendía como algo que formaba parte de la vida”. Por lo que dará la vuelta larga y entrará a estudiar pedagogía en historia. Carrera que abandonará —al igual que muchos— empujado por la variable económica.

Será este revés a sus planes universitarios, más los continuos elogios que recibirá cada vez que alguien prueba sus platos, los factores que lo animarán a evaluar la cocina como un oficio. Entonces crea Apettizer Gastronomía. Una pyme de delivery y catering en la que volcará todo el legado culinario, al diseñar una carta que incluye las dos vertientes que forjaron su estilo: la cocinería huasa y la comida casera.

La buena acogida de esta apuesta gastronómica le dará el empujón necesario para abrir, junto a un amigo, un restaurant de cocina abierta en una de las calles principales de Talca. Y —aunque los resultados no fueron los buscados— menciona a esta etapa como una de sus escuelas más significativas. “Quise hacer todo. Prescindí de trabajar con distribuidores y productores. Eran jornadas largas. Con una presión constante que comencé a disfrutar, pero que luego pasó la boleta. Tuve que aprender a delegar.”

Con la experiencia adquirida retorna a sus antiguas labores. Metiéndose de lleno al mundo de la coctelería y el bufé. Sin dejar de lado el despacho de comida casera. “Comencé a probar con panitas al vino blanco, lentejas con papas hilo y pantrucas. Pegaron súper bien. La gente no había visto un delivery con estos productos por acá”.

Al tiempo conoce a Natacha, su compañera de vida. Con quien decide trasladar la cocinería a Corinto, un pequeño poblado cercano a Talca en la comuna de Pencahue. Un lugar que parece corcheteado en el tiempo. Situado paralelo al Río Maule y a la vía férrea de trocha angosta del último ramal no electrificado que conecta Talca con Constitución. “Continuamos con el negocio desde acá. Pienso que no nos pudo pillar mejor parados, por todo lo que está pasando en el mundo. Si bien significó bajar un cambio, el tiempo recuperado lo volcamos en trabajar la tierra. Ahora tenemos huertas y frutales. Y, por qué no, dada la belleza e historia del pueblo, en un futuro podamos sacar un provecho turístico. Ese es nuestro gran proyecto. Ahí es donde queremos poner toda el alma".

Para el recetario que nos da cita, Rodrigo busca hacer una defensa de la berenjena. "Este fruto goza de muy mala fama. De ahí que sea fácil escuchar la expresión «es como las berenjenas» para graficar todo lo malo con lo que uno se pueda topar. Cuando es un insumo de lo más versátil. Es cosa de saber prepararlo".

Berenjenas fritas con queso gratinado y puré. Link a la receta

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Frente Gastronómico: «El acto político de cocinar»
Receta: Papas con mote

18 de octubre de 2019. Repiquetea y se multiplica un continuo sonido metálico en todo Santiago. Ollas, cucharones, sartenes, lecheros, y otros cacharros de cocina, dejan de lado sus habituales labores para ser utlizados en virtud del descontento social acumulado por décadas.

Durante días no se escuchará otra melodía y a nadie parece molestarle. Escépticos, "apartidistas" y militantes, fundidos en una misma pulpa social, desplegarán enormes orquestas de ruido. Una expresión de disconformidad que tiene sus origenes en Europa, allá por el año 1830, cuando los opositores al régimen del último rey de Francia, Luis Felipe I, golpearon cacerolas en señal de desaprobación a las políticas oficiales. Imitando —según el historiador Emmanuel Fureix— el Chiravari o skimmington, una costumbre popular inglesa, que consistía en ruidosas procesiones enmascaradas que involucraban el sonido discordante de cuernos de toro, sartenes, cacerolas, huesos, cuchillas, campanas, y otros elementos con cualidades resonantes, con el fin de provocar una vergüenza capital a quienes violaran las normas de la comunidad.

19 de octubre. Decretan toque de queda para las provincias de Santiago, Chacabuco, y para las comunas de San Bernardo y Puente Alto. Los cacerolazos y el disgusto sólo aumentan.

Por la noche, tras imponerse el primer toque de queda, un grupo de personas, unidas por la amistad y por una marcada conciencia social, resuelven “acuartelarse” durante 4 días en una casa. ¿Qué los hermana? El amor por la cocina y su oficio.

Es en esta reclusión, luego de largas conversaciones, que deciden dar un paso hacia una forma más concreta de protesta. “Hasta ese momento, salíamos a hacer ruido y teníamos unas cuantas ollas abolladas. Entonces brotó la idea: ¿Por qué no dejamos de apalearlas y comenzamos a llenarlas con comida?”.

Fue así como visitaron la junta vecinal de la Villa Frei —organización barrial de larga data— para proponer la gestión de una paella comunitaria. “Es nuestro primer acto como colectivo. Después de esa jornada hubo una seguidilla de 4 días más. En la última, en el contexto del cabildo que se realizó en Ñuñoa, servimos cerca de 1000 platos en base a puros aportes vecinales”.

A la fecha, este esfuerzo colaborativo no ha cesado, ampliando el campo de acción a otras comunas de Santiago. Impulsados por la noble tarea de hacer llegar comida rica y nutritiva a los sectores más vulnerados de nuestra población, golpeados severamente por la cesantía y las medidas de cuarentena obligatoria que ha traído la pandemia. Agregada la desigualdad de base que cimenta este país y una pésima administración política.

Al ser consultados por lo que les depara el futuro como organización, no titubean por un segundo y responden de forma lacónica: “Seguir cocinando y volver a las calles.”

Papas con mote. Link a la receta


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Christian Opazo: «Ensayo y error en el laboratorio del paladar»
Receta: Panitas y coliflor. Escritor invitado: Jonnathan Opazo
Escribe Piglia en sus diarios: “Aprendemos a leer antes de aprender a escribir y son las mujeres quienes nos enseñan”. En el ámbito de los malabares culinarios, aprendemos por cierto a comer antes que a cocinar. Para el caso de quien presenta el plato en esta ocasión, mi hermano, también amigo y acompañante en múltiples cambios de casa, fracasos familiares, caídas al litro, depresiones y alegrías varias, fue también una mujer, su madre, la mía, claro, quien traspasó con pericia y cariño, pero también con necesaria disciplina, el gusto por la cocina.

A pesar de que se enseña a cocinar por sobrevivencia, como quien te enseña a defenderte en el patio del colegio, el caso particular de Christian Opazo, alias Tijera, alias Chiristian, cuenta con el privilegio de haber contado con una maestra inquieta, astuta y busquilla al momento de ajustarle el clavijero a la guitarra para poner a bailar la tripa.

Puede que haya sido la herencia campesina de mi abuela, hijos como somos de una primera oleada de migración campesina a la ciudad, o puras ganas de probar. Ensayo y error en el laboratorio del paladar. Como sea: entre plato y plato, Christian termina estudiando un técnico en cocina en un instituto profesional. De esa experiencia, con la consiguiente migración San Javier-Talca, aprendió el arte del cuchillo, los nombres técnicos de cuánto corte se les ocurra, pero también el trago amargo de constatar lo elitista y negrero del rubro: cocina de lujo para los cuicos, pésimos sueldos para los cocineros, un trato desfavorable para el estudiante de cocina, que es fácilmente reemplazable por el primer cesante que se cruce por la puerta del restaurant, y un larguísimo etcétera.

Entregada en su mayoría a la fiebre de lo patrimonial, al aburguesamiento de lo popular –el cuico del 13C hablando de cocina típica y citando a Pablo De Rokha desde El Ligura— y a la precariedad, el rubro de la cocina suele tener poco espacio para el despliegue de la imaginación. Donde manda capitán no manda marinero.

Por suerte o porfía, y a pesar de no tener ningún emprendimiento en curso por el momento –“soy un pymeless”, me dijo la primera vez que le comenté sobre el recetario popular—, la necesidad de inventar platos, intentar cruces inesperados y jugar al ensayo y error transmitido en parte por la inquietud materna, persiste y encuentra momentos para realizarse. Una libreta de apuntes y un estante con diversos libros de cocina permiten intuir que, más allá de la profesionalización, el trabajo con las materias alimenticias en el caso de Christian adquiere los ribetes de un arte practicado con suma dedicación.

Cuando le consulto por la elección del plato, su respuesta es carveriana: “quiero hacer un plato interesante con elementos sencillos”. Tal cual. De allí –ya verán— la elección del hígado de pollo, las nunca bien ponderadas panitas, o el tratamiento creativo del coliflor en distintos registros, por decirlo de alguna forma.

Si este plato fuera un poema, serían un par de cuartetas más bien sencillas, con una que otra epifanía cotidiana. Nada de poesía del lenguaje ni ecuaciones de niño genio en la pizarra. En el trámite de la sobrevivencia hay que ejecutar golpes certeros en el paladar o en los surcos de la imaginación. Que otros se ocupen de las grandes preguntas, la metafísica o el chamullo a la Warnken. Acá, si me permiten el trasvasije de imágenes, hay oído: tomarle el pulso a la calle, al momento de cocinar, es entender la potencia que habita en las verduras que reposan en los cajones de la verdulería del vecino y no en la transgenia de los escaparates del Jumbo.

Finalmente, está aquello tantas veces menoscabado: el goce. Si me permiten hacer un último cruce, una posible relación entre literatura y cocina tendría que tener como eje central, o al menos como vector clave, el goce. Como dijo el hombre de los senderos que se bifurcan, si Shakespeare no te produce placer estético, sencillamente no es el momento de leerlo. Espera. Ya te va a tocar. Es también a lo que apela Dave Chang en Ugly Delicious: me gusta comer, pero no me digan cómo tengo que comerlo. Menos qué es lo que no debo comer.

Por supuesto que hay espacio para todo en la ecología del gusto. Pero creo que si la persistencia en la cocina sigue tocando su partitura, es fundamentalmente por el goce que produce. La vida es un carnaval y es más bello vivir bailando.

Hasta aquí dejo mi perorata. Los dejo con el cocinero.

Panitas y coliflor. Link a la receta


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Bernardita Jiménez y Mario Bustamante, emprendedores:«La soberanía alimentaria»
Receta: Tortilla acompañada de zapallo asado más ensalada del huerto

APRENDE A CULTIVAR TU PROPIO ALIMENTO

La frase “busca una pareja con la que puedas construir”, punto clave de la reprogramación social, es un buen comienzo para introducirnos al mundo de estos dos emprendedores, quienes dejaron atrás un pasado citadino para echar raíces en San Jorge de Romeral, un pequeño poblado agrícola de no más de 500 habitantes, ubicado a 12 kilómetros de Molina, en la región del Maule.

De Bernardita podemos decir que es una agrónoma, especializada en agricultura biodinámica y la fundadora de Comecológico. Un proyecto dedicado al cultivo y la venta de productos orgánicos, a la crianza de animales y a la capacitación de agricultores. También, en un rol educativo y social, realiza recorridos ecológicos para niños con el objetivo de dar a conocer la vida del campo y el respeto por los animales y el medio ambiente. Un sueño al que aspiró todo su vida y que, luego de años de sacrificio, comenzó a dar los frutos esperados.

Mario, por su parte, es ingeniero, entendido en inteligencia artificial y tecnología, creador de Instacrops. Un asistente virtual —conocido como “el internet de las plantas”— que ayuda a agricultores a producir de forma eficiente, economizando recursos y mejorando la rentabilidad de su producción mediante cuatro parámetros de evaluación: clima, suelo, riego y plantas. Un sistema, hoy en expansión, que cuenta con clientes en siete países de la región y que Mario, en su faceta de speaker y mentor, ha dado a conocer por el mundo en conferencias y misiones comerciales.

Y si bien, ambos están enfocados en sus respectivos emprendimientos y en las proyecciones que vaticinan para ellos, son varios los puntos de comunión que se pueden extraer al escucharlos hablar acerca de sus formas de ver y entender el mundo. Vamos por parte. Ninguno tiene jefe, aunque los dos se sienten “esclavos de sus proyectos”. Ambos renunciaron a la idea de ser empleados y pusieron nombre, día y hora a sus aspiraciones profesionales. Los dos, claros en su misión, buscan generar un impacto ambiental y social a través del trabajo que realizan. Puesto que son conscientes de que su accionar encierra una declaración de soberanía alimentaria y de ética medioambiental moderna. “Enseñar a las personas a cultivar su propio alimento. Comer lo que te da la tierra, en el momento que debe darlo. Optimizando los recursos y minimizando los gastos”.

AGRICULTURA BIODINÁMICA: LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON LA TIERRA

Los cultivos biodinámicos rescatan el fuerte vínculo de la especie humana con la naturaleza. “Es una agricultura que trabaja con las fuerzas que dan vida a la tierra y que no recurre a químicos, tales como fertilizantes o pesticidas, para incrementar sus procesos agrarios. También considera variables espirituales y esotéricas, por lo que se guía con un calendario astronómico que comprende los ciclos cósmicos”. Este método se basa en las teorías del filósofo, pensador social y ocultista austriaco Rudolf Steiner, fundador de la educación Waldorf, quien dictó ocho conferencias a un grupo de agricultores preocupados por la disminución de la calidad y fertilidad de la tierra.

Bernardita, interesada en este método, pasará un periodo en Brasil en la Fazenda Amway Nutrile, en Ubajara, estudiando e investigando sobre huertos y plantas medicinales. Guiada por su maestro, mentor y amigo René Piamonte, un reconocido especialista en preparados biodinámicos y el impulsor y padre de este tipo de agricultura en Latinoamérica. Con los conocimientos ganados, en una de las experiencias más hermosas que recuerde, regresará a Chile y volcará todo lo aprendido a la labor de su granja. Tornándola un sistema de producción cerrado, en el que las plantas, el suelo y los animales se comprenden como un todo.

Asimismo, Mario, gracias a los contactos de Piamonte y movido por la determinación que lo caracteriza, establecerá relaciones comerciales con viñedos locales dedicados a producir bajo esta técnica de cultivo. Incrementando su producción con un circuito de paneles solares que impulsan un sistema de riego automatizado con tecnología Instacrops.

VIDA DE CAMPO

Julio Cortázar, en el relato Lucas, sus meditaciones ecológicas, menciona que el campo, “ese lugar donde los pollos se pasean crudos”, solo puede ser disfrutado “si tenemos asegurado el retorno a casa o al hotel”. Y tiene lógica esta manera de comprender la relación de los humanos con la naturaleza, basta con observar a los turistas que contemplan las bellezas del mundo a través de la de pantalla del celular. Una especie de invalidez moderna o tupido velo que no permite admirar las cosas en su estado más puro. Vuelvo a Cortázar: “Los civilizados mienten cuando caen en el delirio bucólico; si les falta el scotch on the rocks a las siete y media de la tarde, maldecirán el minuto en que abandonaron su casa para venir a padecer tábanos, insolaciones y espinas”.

Contrario a las palabras del escritor argentino esta pareja de emprendedores opto por la vida en el campo sin un eventual pasaje que garantice el retorno. Decisión de la que no se arrepienten, principalmente, por la educación y la crianza que entregan a su hija Julieta. Una niña que, a sus cortos siete años, conoce más de huertas, animales y compostajes que muchos estudiantes de agronomía, y es que no todos corren con la suerte de crecer rodeados de animales, en relación con la tierra y entendiendo los procesos tras los alimentos que ingerimos. Un Walden maulino promovido por una madre y un padre comprometidos con la seguridad alimentaria y el desarrollo sostenible. “Ten hijos increíbles”, reza otra de las claves de la reprogramación social.

Tortilla acompañada de zapallo asado más ensalada del huerto. Link a la receta


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