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Teillier y el ser magallánico

Por Felipe Acevedo Riquelme


Las veces que comí nieve de niño (cuando caía de manera abundante en Punta Arenas hasta hace al menos treinta años atrás) lo hice siempre a escondidas de mi madre. Este es el tipo de experiencia culinaria magallánica que viví. Siempre semi trunca al haber nacido y vivido toda mi infancia y adolescencia allá pero con padres santiaguinos. Mi madre jamás me permitió comer nada recogido de la calle —algo bastante sensato en una ciudad como Santiago.

Es así como esa envidia, que me hacía hervir por dentro cada vez que escuchaba a mis compañeros de curso presumir de cómo se habían comido un tarro de leche condensada entera con nieve, revivió en mí con la crónica culinaria de Jorge Teillier titulada Magallanes o el buen comer publicada en El Mercurio en 1980 en el entonces cuerpo “E” dedicado a la gastronomía y el turismo. Mi primera lectura de esta crónica está inevitablemente marcada por mis recuerdos, y ya desde la primera línea me queda dando vuelta el contraste entre quienes —siempre desde la ingesta —Teillier define como magallánicos versus yo mismo como tal. En el fondo, el poeta propone una ontología alimentaria —como lo llama Maria Christou en su libro Eating otherwise (2017)—desde su paladar de comensal agradecido. Quizás una de las razones que me llevó tanto a leerlo desde mi propia experiencia —además del egocentrismo inevitable —es que Teillier le da un espacio significativo a la experiencia de los niños en la década en que yo también lo fui, como ocurre en el caso de dichos helados que se preparaban con nieve y que yo nunca probé (no me cansaré nunca de resentirlo). Y ya que estoy metido hasta el cuello en la autorreferencia, seguiré en esto y me pregunto hasta qué punto soy magallánico si de niño se me negó esa experiencia así como también el desarrollo marcado del acento de la zona. Mi madre al parecer se tomó muy en serio su rol pedagógico en “la doble oralidad” de palabras y sabores que convergen en la boca —como indica Gisele Harrus-Rèvidi en Psychanalise de la gourmandise (1997).

En 1989, con mi hermana y una vecina, rodeado de nieve a la que no pude echarle leche condensada.
No quiero decir con esto que viví aislado de mi entorno ni mucho menos. Es más, las hermanas de mi madre se casaron con magallánicos, lo que me sirvió como un primer puente para saborear el lugar en el que nací y viví hasta las dieciocho años. Ahí sí que empiezan a encajar las piezas, porque mientras avanzo en la lectura de la crónica, esta hace mención uno de los sabores que me conforman como ser “saboreante”: el ruibarbo. Teillier lo llama “el rey absoluto de las cocinas estivales” y cuenta que Ramón Díaz Eterovic le recalca su sabor inolvidable. Nuevamente me transporto a mi infancia, pero ya no desde la envidia golosa, pues recuerdo que en el patio de la casa de una de esas tías, una casa quinta en el Cerro de la Cruz, crecía el ruibarbo por gran parte del borde ese cerco de madera que muchas veces cruzamos solo para sentir la adrenalina de jugar en el patio de la casa vecina.

Podrían pasar por acelgas festivas con tallos rosados o por hojas de betarraga más grandes de lo normal. Pero en ese verdor poco atractivo para el paladar infantil estaba ese tallo ácido que comíamos untado en azúcar mientras los grandes preparaban mermelada con este mismo sobre una cocina magallánica (básicamente una cocina a leña modificada para funcionar a gas). Hasta el día de hoy, tengo una marcada preferencia por toda preparación que conjugue acidez y dulzor en partes iguales, o quizás un tanto más cargado a lo ácido.

Ruibarbo
Como es de esperarse (para uno que es de allá, digo), la mención siguiente es al calafate. Imposible imaginar una niñez en la Patagonia sin la experiencia de comer este fruto. No solo por su sabor dulce —cuando se tiene la fortuna de probar uno adecuadamente maduro— sino que también por lo entretenido de mancharse muchísimo comiéndolo. Mascar calafate y mostrar la lengua era parte fundamental del breve y mezquino verano austral. Quizás los de la zona centro sur (el norte para nosotros) tienen una experiencia similar gracias al maqui, pero sin el desafío de las abundantes espinas de la mata de calafate. Teillier escribe que los niños se los comen “en un plato con azúcar”, no sé qué niños habrá conocido Teillier. Quizás niños magallánicos de verdad, que comprenden la pausa de recolectar y esperar, no como yo que —con sangre de santiaguinos en las venas— me los engullía impaciente, con los dedos con gotitas rojas por los pinchazos, al lado de la mata sin siquiera limpiarlos bien.

Volviendo a la adultez, cuando se trata de ontologías del comer, no todo está en la pura ingesta. Un aspecto clave al momento de pensar lo que uno es desde la alimentación tiene que ver con la experiencia en su totalidad, lo que muchas veces incluye el importante aspecto del con quién se come (la misma palabra “compañero” vendría del latín de la idea de “compartir el mismo pan”, nos dice Coromines). La convivialidad alrededor de la mesa —clave para muchos pensadores y estudiosos de la alimentación como Fischler, Rozin y quizás ya desde Levi-Strauss— también cobra protagonismo en este ser magallánico descrito por Teillier. Los magallánicos seríamos los que nos deleitamos con las recetas de chapaleles chilotes (como los de mi queridísima madrina, ¿o recuerdo mal?), guisos yugoslavos y mermeladas inglesas que cruzaron mares tormentosos para asentarse en la tierra del calafate rodeando un cordero al palo.

“Qué rico y qué malo” dijo mi amigo nortino cuando probó el calafate. Es lo que pasa cuando no se sabe escogerlos bien.
A pesar de que las menciones a la influencia culinaria de la ex Yugoeslavia me son tan ajenas como a un santiaguino promedio, quizás, el resto sí resuena en mí. En gran parte, porque al incluir las experiencias tanto de niños como adultos, Teillier construye esa identidad austral apelando a una naturaleza mestiza que converge como tal a través del gusto. Su relato parece siempre resguardarse del frío en compañía de alguna familia o reunión social que lo lleva a establecer la conexión entre ser magallánico y comer bien. Así es la identidad patagónica que el poeta describe tanto desde lo que observa como lo que saborea y lo deja claro en su relato: “No sólo de las internacionalmente famosas centollas vive el hombre de Punta Arenas”. Con esta premisa, marca un tono que indica que la riqueza de la sapidez austral se halla un lugar más íntimo, mucho más allá de aquella exquisitez de exportación. Haciendo honor a lo “lárico” de su poesía, vemos que a medida que avanza su narración, estos sabores con los que nos identifica son los del hogar y no los de un restaurant (o de los bares de los que tanto gustaba, ¿cómo es que no hizo ninguna mención a la calle Errázuriz o algo similar?).

Este enfoque en lo familiar, que revivió en mí tantos recuerdos, también me devuelve ese resabio de infancia: el miedo de no ser completamente magallánico. Quizás por eso mi ansia de niño al comer calafate, porque “el que come calafate ha de volver” decían, y también los abundantes e insalubres besos al dedo del pie de la estatua de la Plaza de Armas porque tenía una leyenda similar.  Quizás no era tanto el querer volver como el querer no tener que partir cuando se descubriera que no era completamente de ahí. Y es que, como Teillier me lo recuerda, hay tanto que me deja a medias, tantas cosas que no he comido y tantas otras que ya no comí simplemente. ¿Volverá a nevar como antes alguna vez en Punta Arenas? ¿Podré estar presente si eso alguna vez ocurre?

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Nota: La versión de estas crónicas con las que trabajo corresponden a una compilación hecha por Pedro Pablo Guerrero titulada Confieso que he bebido y otras crónicas del buen comer (FCE, 2011). El título de esta crónica, que encabezará la posterior recopilación ya mencionada, es una referencia evidente a las memorias de Neruda publicadas en 1974, Confieso que he vivido. Queda abierto a la especulación, entonces, la intención tras la selección de este título para la crónica de Teillier, pues es bien conocida su amistad con De Rokha, adversario de Neruda, y que incluso menciona dentro de sus crónicas. Si fue una referencia inocente, un pequeño homenaje o un gesto de desacralización del poeta ya muerto al momento de la publicación de los relatos de Teillier, queda como un interesante tema de conversación para una sobremesa. Cualquiera fuera el caso, ambos finalmente estarían remitiendo al relato autobiográfico fundacional Confesiones de san Agustín (354-430) en donde el concepto titular habla de una introspección que deviene acto del habla y que ofrece un mayor entendimiento de la existencia. En este sentido, la versión de Teillier podría entenderse tanto como una desacralización del género “confesión” como, por el contrario, una mayor puesta en valor del acto de comer.

Acerca del autor:
Felipe Acevedo Riquelme
Es candidato a doctor en literatura, su investigación se enfoca en la representación literaria de los sabores culinarios y sus trayectos. Se ha desempeñado como docente de literatura por varios años y ha impartido cursos sobre escritura y comida.

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