LA CASA RECOMIENDA

¿Prohibido comer en la sala? Tres propuestas de comidas y bebidas en el teatro chileno.

Por Diego Vargas Duhart

La Cocina Pública · Teatro Container

Comer, beber y el teatro son —siguiendo a Dubatti— acontecimientos que existen mientras suceden. Son encuentros en acto, irrepetibles en cuanto experiencias: no hay un plato igual a otro, no hay una función que sea un calco exacto de otra anterior. Y de distintas propuestas y cruces que han llevado a las tablas nacionales las comidas y bebidas, destaco tres.

El 2015 la compañía Performer Persona Project estrenó en la Sala UPLA Perdiendo la batalla del e(b)rio, basada en el poemario homónimo de Thomas Harris. Como su título lo anticipa, es un texto sobre los altibajos del alcoholismo, tan cercano a buena parte de nuestras letras. En clave performance y dirigida por Claudio Santana, esta obra recibía a la audiencia invitándola a un corto o dos de vodka. En mi alegría desbordante por tal recibimiento, recuerdo que alcancé a tomarme tres y, claro, el montaje se anticipaba prometedor. Con una ambientación minimalista y gradas que rodeaban el escenario a ras de piso, cinco performers con aires de poeta-camarero llevaban al público a un viaje por los derroteros y la draposidad del consumo progresivo de alcohol. La interacción y apelación permanente a la audiencia teñida con los maravillosos versos de Harris daban al conjunto un aire de lúcida turbiedad. Si tuviéramos que medir una obra por las ganas que te dan de beber después de verla, Perdiendo la batalla del e(b)rio se instala cerca de textos como Bajo el volcán de Malcolm Lowry o la poesía de Jorge Teillier, esto es, en el olimpo de la borrachera lírica.

Perdiendo la batalla del e(b)rio (Performer Persona Project, 2015). Dirección de Claudio Santana Bòrquez
Desde un punto de vista más patrimonial, el proyecto La Cocina Pública de Teatro Container vino a rescatar métodos de trabajo comunitario para escenificar una comida colectiva. Estrenada en Valparaíso el 2016, la fórmula consiste en instalar un container-cocina en un barrio y convocar a la comunidad —sobre todo a las mujeres mayores, las doñitas— a compartir aquellos platos que son patrimonio inmaterial de los vecinos: preparaciones familiares transmitidas por generaciones y que sus recetas tienen medidas “al ojo” como pantrucas, pebre, pan amasado, pastel de choclo, porotos con pilco. Así, las mujeres del barrio, vecinos, actores y actrices se conjugan en un todo que invita a degustar las preparaciones típicas de ese lugar produciendo un encuentro en el que el público pasa a ser protagonista: ponen la mesa, comen, beben, a veces cantan, lavan los platos, interactúan con cocineras e intérpretes y recuerdan las historias de infancias que se agolpan al sabor y al olor de las preparaciones típicas. La apuesta tiene que ver con un teatro comunitario que interviene espacios públicos y que invita —a través de las comidas y bebidas— a recuperar el patrimonio, el pasado y la historia en común. En otras palabras, es un profundo ejercicio de memoria colectiva en tiempos en que pareciera privilegiarse la amnesia individual.

La Cocina Pública  (Teatro Container, 2016). Dirección de Nicolás Eyzaguirre Bravo
El 2021 estuvo marcado por la pandemia y una de sus víctimas fue Óscar Cuervo Castro, fundador de Teatro El Aleph. Radicado en Francia desde 1976 su historia de exilio se produce luego de que su madre —promilitar— engrosara la lista de detenidas desaparecidas después de visitar a sus hijos que se encontraban detenidos en centros de tortura. Frente a esta tristeza, Castro levantó un teatro que apelaba a la alegría y al encuentro: quien quisiera participar —profesional, aficionado con o sin experiencia— podía ser parte del elenco. Pero esa no era la única manera de invitar al encuentro de Teatro El Alpeh, porque al final de cada función la compañía ofrecía un plato de comida a la audiencia. La idea era convocar al encuentro entre la compañía y el público e intercambiar (o no) impresiones sobre el montaje. De ahí que Castro planteara que los más importante no era la obra en sí, porque esta tendía a olvidarse, sino que la sopita que se servía al final. Para Castro no importaba la calidad de los actores y actrices. El guion, la trama, el montaje en sí tampoco eran lo más relevante. Ni siquiera la música, elemento recurrente en sus montajes. Lo que importaba realmente era compartir, producir un encuentro con el otro, alegrarse por estar aun con vida luego de pasar por numerosos centros de detención y de perder a amigos y familiares a manos de agentes del estado. 

Teatro Aleph
Estas tres propuestas, sin duda muy distintas entre sí, tienen en las comidas y las bebidas un aspecto que las hermana: una invitación al encuentro para recuperar la conversación, los recuerdos y la memoria en una sociedad que pareciera —sobre todo a partir de la dictadura— haber perdido esa capacidad colectiva. En este ejercicio, estas propuestas lo que hacen es dinamitar la vieja consigna de que en el teatro no se puede comer ni beber. Al contrario, la invitación es a encontrarse en ese espacio único en el que comida, bebida y teatro se entrelazan: en estas salas sí está permitido engordar y emborracharse. 


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Acerca del autor:
Diego Vargas Duhart (Santiago). Profesor y actor. Integrante de compañía La Cajita y orgulloso amigo de Diego Muñoz Cortés. Es el experto en picadas y bares de A&A. 

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