Pensar en ruinas me transporta a la niñez. Mi papá nos llevaba a mi hermano y a mí, cada domingo, a subir el cerro a cuyas faldas estaba nuestra casa. La caminata terminaba siempre en el mismo lugar: las ruinas del internado. Era largo el camino para mis 8, 9, 10 años. Dos horas de caminata que tenían su pausa en un galpón abandonado a medio camino, lleno de fibra de vidrio que parecía lana, como una versión sintética del campo. Recuerdo pensar en Los Tres y en la canción del aval que moría en un galpón. Siempre pensé que ese era el galpón donde había muerto el aval. La ruina despertaba en mí la posibilidad de la ficción, de imaginar un pasado a ese lugar deshabitado, y habitarlo. Ni hablar de llegar a lo que fue alguna vez el internado. Correr entre las piedras por las que alguna vez corrió otro estudiante. Reconstruir lo que fueron salas. Nadar en una piscina inundada de plantas y sin agua. Imaginar el suplicio de estar internado en ese lugar. Todo de piedra, nuestras ruinas personales.
Ruina y muerte, se podría pensar. Pero la ruina como ese vértice que toca a lo muerto con lo vivo.
Este libro de Jonnathan Opazo está lejos de equiparar la muerte a la ruina. Desconfía de sus acepciones en el diccionario. Estas columnas sobre las que se sostiene el libro se resisten a una sola imagen estática. Hay un pensar vivo que transita entre los escombros de la memoria, más cercano a la maleza que se multiplica en un sitio derruido que a los edificios que se levantan tras el incendio “accidental” de una casa antigua. La ruina aquí es fértil para todo nivel de interpretaciones. El sitio eriazo, una posibilidad sobre la que levantar un pensamiento precario, en su mejor sentido, hecho con lo que se tiene. Entre las grietas de este libro se cuela la mirada personal de un poeta que utiliza la ruina como el hilo que une al tejido. Son sus referencias las que dialogan, la arbitrariedad para ver desde dónde se aborda la inquietud. Porque es justamente la particularidad de esa mirada, que no rehúye a lo poético, la que entrega a quien lee la posibilidad de sumergirse en la nostalgia de la piedra. Y así es como nos topamos con un estilo que deambula entre el foco marginal de Palahniuk en Errores humanos y con el Borges divulgador de Historia universal de la infamia (y no, no hace mención alguna a las ruinas circulares, sí a las ruinas rurales, como un juego arltiano).