DERROTERO DE PICADAS

Caupolicán 594. Estampas de La Bomba

Texto y fotografías de Jonnathan Opazo


Lo primero que hay que saber al venir a La Bomba es que hay dos Bombas. En una pica la jaiba, los parroquianos se ofrecen combos entre ellos, toman piscolas cabezonas, cerveza y otros aceleradores de la destrucción hepática. Se conocen: jubilados y por jubilarse, hombres casi todos, más una punki sola que mira como perdida en una tristeza espantosa y pide plata para comprar cañas de vino y cigarros. A ese lugar llegaré más tarde porque mi primer acercamiento a la barra —timorato, pésimo antropólogo de cantina— es a la zona familiar. La segunda Bomba. La Bomba buena onda.

En la parte familiar hay cinco mesones cubiertos por manteles de hule chino. Llegan allí mujeres mayores o familias que comen empanadas y toman té o vino. Aunque nadie lo dice, una observación sistemática me permite adivinar que la docena de empanadas fritas —pino o queso— es el menú favorito. Las comen a destajo los sobrios y los cirróticos. Es la hostia de la eucaristía bombástica. A pesar del alza ridícula en el precio del aceite, La Bomba hace oídos sordos al apocalipsis inflacionario: seis mil pesos cuesta la docena. Habría que anotar que la empanada de queso es generosa con el material lácteo: son, digámoslo así, empanadas DE QUESO y no simulacros blandengues, famélicos, con trozos enclenques de queso laminado marca A cuenta. Esto lo compruebo fácilmente al morder la piel crocante de la fritanga: diríase que el queso brota, gore, como si fueran las vísceras de ese pequeño animal nacido del fondo caliente de una olla aceitera. Amarillo y abundante, ambrosía. Junto al plato, un envase de pasta de ají y un vasito verde que funge de servilletero. 

De las empanadas de pino no tengo mayores comentarios: mis padecimientos gástricos me han llevado a evitar rotundamente —a evitar como la peste diría un poeta— la mezcla de alcohol y cebolla. Nada peor que la ebriedad y el reflujo, ácido, que se adhiere a las paredes del esófago y sube como lava malsana.

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Junto al salón familiar se encuentra el baño de varones, vilipendiado injustamente por ciertos comentaristas de Internet —específicamente de TripAdvisor— que apuntan, con un dejo de desprecio propio de turista insatisfecho, que es “un baño de cantina”. El baño, por cierto, es amplio. Cuenta con un pequeño espejo junto al lavamanos, su correspondiente jabón líquido, un WC y el nunca bien ponderado mingitorio de pared, básicamente un rectángulo embaldosado cuya parte inferior cuenta con una canaleta, donde los clientes pueden vaciar, con mayor o menos destreza, sus deshechos renales. Es cierto que un habitante del higienizado siglo veintiuno podría resentir ciertos olores de ultratumba, propios de un baño de cantina centenaria como lo es La Bomba. Cierto también es que podría escoger un lugar mejor y llevarse sus resquemores al Sernac-tiquismiquis.

Una anécdota terrible que encontré en Internet cuenta que ahí murió, ahogado por un trozo de comida, un hombre de 50 años. Dios lo tenga en su santo reino.

Harina de otro costal es la barra, el salón principal, justo en la esquina surponiente de la casona, donde los enormes ventanales dejan entrar las luz trémula, otoñal, tenue, oblicua y húmeda de Valdivia. Ahí se llega tanteando, de a poco, sigilosamente. Hay que colarse entre los habituales, escucharlos tranqui, no juzgar, no hablar tan alto. Un amigo me contó que una vez vio a unos pacos jubilados a punto de agarrarse a quiñes con unos peñis. Pica la jaiba. Son choros aunque estén todos curados y sus cuerpos estén trasquilados por décadas de trabajo. Esta es la noche valdiviana de los proletarios. En su mayoría son pescadores, jubilados, exprofesores, funcionarios públicos. Ahí se da cita el estruendo, la joda, el hueveo, la humorada del bar, como me dice un parroquiano.

Detrás de la barra, la decoración típica de las antiguas cantinas: un reloj de pared, un par de afiches de cerveza Cristal, un espejo que multiplica a estos seres humanos contra su voluntad, una cabeza de venado tallada en madera, un remolino con los colores de la bandera, la patente de alcoholes, un calendario del año, innumerables botellas de tinto y blanco, un dispensador de cerveza. Atienden esta bacanal dos mujeres sexagenarias que se mueven ágiles entre borrachos de diversa laya y distintos grados de posesión etílica. Los parroquianos las conocen, las llaman por su nombre. Ellas se mueven con cierta destreza cargando schops y cañas de vino, platos con empanadas, sánguches y otros aperitivos que no alcanzo a probar en mis visitas de etnógrafo de cuarta.

Ambas están acompañadas de un hombre de su misma edad que ejerce de copero. Gracias a él me entero que el inmueble fue construido en 1907 y aguantó —según su relato— los terremotos del 60 y 2010. Para quien no la conozca ni por Google, La Bomba se aloja en una casona de fachada continua que ocupa la intersección de las calles Caupolicán y Arauco. Aunque el visitante habitual no tiene cómo adivinarlo, los dueños del local ocupan el segundo piso de la casona. El copero me cuenta con orgullo que los muebles y el suelo del bar son de lingue, cuestión imposible para la época de la vulcanita y el cholguán. Ignoro el material que cubre las murallas interiores, pero parece estar a punto de desprenderse por completo. El techo de la casona debe tener alrededor de cinco o seis metros de altura. A pesar de que no veo ninguna estufa a leña, el salón es cálido y agradable.

Pese a que el ambiente está siempre a punto de reventarse —¿qué mirái, conchetumare? Vamos pa afuera, po, culiao—, la barra es un lugar de intercambio experiencial proletario. Conozco allí a un cantor popular de apellido Carmona que vive en la Isla del Rey y acude al ritual bombístico en sus recaídas alcohólicas: me chanto seis meses y me lanzo uno, dice. Le cuento que mi abuelo era electricista y él me dice que su papá también. Una vez lo mandaron a trabajar a Lautaro —dice—, a un regimiento. Pero mi papá era curao. Trabajaba un rato y se largaba a tomar. Estando en el regimiento, con los pelaos, se le antojó ponerse a chupar y como no tenían botellas, mandaron a un conscripto a comprar vino y lo trajo en un casco.

En un casco militar.

Yo me río y pienso que con esa anécdota podrían escribirse cuentos a la usanza de Coloane. Aunque sea mentira. A quién le importa. También me habla de su hijo de 18. Le apena que no comparta su amor por la música y, en cambio, haya escogido los botes, el mar, insondable, las noches de granizo y viento, los pitos, el hueveo. Yo lo imagino flaco como un Cristo, tirando redes en altamar. Una vez —dice—, estaban curaos, trabajando. A uno de los que andaba en la lancha le tocaba cargar el motor para volver a la caleta y confundió el bidón de bencina con uno de agua. Tuvieron que volver remando.

Otro me cuenta, entre risas, que a sus sesenta y nueve años se volvió completamente impotente. Estuve con una colombiana y una venezolana y no se me paró, dice. Pero no importa, tengo sesenta y nueve, lo asumo, yo quería estar en pelota con dos mujeres, no más. Me río. Nos reímos. Son viejos puteros y el tiempo y la Historia va a borrar esos itinerarios vitales. Vendrán costumbres mejores o peores. No me toca juzgar a mí. Pide dos vasos de pisco y se devuelve a su mesa.
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Se me acerca también uno al que apodan el doctor. Tiene 64 y ha trabajado toda su vida en salud. Le digo que se parece a Jaime Mañalich y nos reímos. Por motivos que ya no recuerdo, la conversación termina en Boric y la convención. Yo voté por Boric, dice, pero creo que no va a terminar su periodo. Cita a una vidente brasileña que escuchó en Youtube. Otro comensal dice que votó por Kast. Que va a ganar el rechazo. El copero dice que imposible, que si Kast fuera presidente él mismo se encargaría de pegarle un par de patadas en la raja. El que votó por Kast —yo voté por Kast aunque él esté en contra de homosexuales y yo soy homosexual, me dice— aclara que en un gobierno de Kast esas cosas no se aguantarían y hace con su mano el gesto de disparar: pum, pum, problema solucionado. Todo eso mientras el resto mira un partido de la Católica en la tele. Son puros cuicos los de la Católica, apuntan al voleo. Cuánta gente hay allá, dice apuntando hacia la zona buena onda. Nadie, le responden. El Colo trae más gente. Etcétera.

Pago mi schop y decido volver a casa a escribir esto. Porque sé que si no lo escribo se me va a olvidar. Porque en la barra, con el schop en la mano, no se pueden tomar apuntes. Tampoco tomar fotos como si esto fuera un zoológico patrimonial. Hay que ir y sentarse, mirar, conversar, anotar como sea en la etérea materia de la memoria. Tomar. Comer empanadas. Ver cómo pica la jaiba. Mirar, mirar bien. Porque un día va a llegar un alemán o un gringo o un chileno emprendedor y va a sacar su chequera, va a hacer lobby en el consejo municipal y chao, Bomba, fuiste buena, nos vemos. Y a estos vejestorios, a estos cuerpos mitad carne mitad copete, no los va a extrañar nadie más que sus hijos o nietos. Porque el siglo veintiuno está demasiado higienizado, demasiado puritano, demasiado buena onda, para mirar a estos cuerpos a la cara y reconocerse allí en su proletariedad champurria y trágica, violenta y estúpida también, por qué no, claro que sí, ¿tú no?

Acerca del autor:
Jonnathan Opazo Hernández (1990).
El año pasado publicó Ruina (Editorial Bifurcaciones). Mantiene el blog http://lacitadeunacita.wordpress.com

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