Junto al salón familiar se encuentra el baño de varones, vilipendiado injustamente por ciertos comentaristas de Internet —específicamente de TripAdvisor— que apuntan, con un dejo de desprecio propio de turista insatisfecho, que es “un baño de cantina”. El baño, por cierto, es amplio. Cuenta con un pequeño espejo junto al lavamanos, su correspondiente jabón líquido, un WC y el nunca bien ponderado mingitorio de pared, básicamente un rectángulo embaldosado cuya parte inferior cuenta con una canaleta, donde los clientes pueden vaciar, con mayor o menos destreza, sus deshechos renales. Es cierto que un habitante del higienizado siglo veintiuno podría resentir ciertos olores de ultratumba, propios de un baño de cantina centenaria como lo es La Bomba. Cierto también es que podría escoger un lugar mejor y llevarse sus resquemores al Sernac-tiquismiquis.
Una anécdota terrible que encontré en Internet cuenta que ahí murió, ahogado por un trozo de comida, un hombre de 50 años. Dios lo tenga en su santo reino.
Harina de otro costal es la barra, el salón principal, justo en la esquina surponiente de la casona, donde los enormes ventanales dejan entrar las luz trémula, otoñal, tenue, oblicua y húmeda de Valdivia. Ahí se llega tanteando, de a poco, sigilosamente. Hay que colarse entre los habituales, escucharlos tranqui, no juzgar, no hablar tan alto. Un amigo me contó que una vez vio a unos pacos jubilados a punto de agarrarse a quiñes con unos peñis. Pica la jaiba. Son choros aunque estén todos curados y sus cuerpos estén trasquilados por décadas de trabajo. Esta es la noche valdiviana de los proletarios. En su mayoría son pescadores, jubilados, exprofesores, funcionarios públicos. Ahí se da cita el estruendo, la joda, el hueveo, la humorada del bar, como me dice un parroquiano.
Detrás de la barra, la decoración típica de las antiguas cantinas: un reloj de pared, un par de afiches de cerveza Cristal, un espejo que multiplica a estos seres humanos contra su voluntad, una cabeza de venado tallada en madera, un remolino con los colores de la bandera, la patente de alcoholes, un calendario del año, innumerables botellas de tinto y blanco, un dispensador de cerveza. Atienden esta bacanal dos mujeres sexagenarias que se mueven ágiles entre borrachos de diversa laya y distintos grados de posesión etílica. Los parroquianos las conocen, las llaman por su nombre. Ellas se mueven con cierta destreza cargando schops y cañas de vino, platos con empanadas, sánguches y otros aperitivos que no alcanzo a probar en mis visitas de etnógrafo de cuarta.