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LA PIZZA DE MI VIEJO

Por Vicente Davanzo

Mi papá prepara la mejor pizza que he comido en mi vida, y si no es la mejor, pega en el palo. No estoy exagerando. Tampoco estoy dando una opinión sesgada por el amor filial o un apego particular a la pizza de mi viejo en plan “es que la he comido toda mi vida”. No. Mi viejo aprendió hace relativamente poco los secretos pizzeros, por ahí por el 2016-2017, y desde entonces ha ido perfeccionando su receta y su técnica al punto de que puedo afirmar con propiedad que no hay pizza que se compare con la suya, al menos entre las que han pasado por mi paladar.

Como en toda familia que desciende de inmigrantes italianos, las pastas y pizzas siempre han tenido un rol protagónico en la cocina, los almuerzos y los encuentros familiares. No solo en mi casa, sino también en mi familia extendida. Cuando hace varios años dos ramas se distanciaron a muerte cual Montesco y Capuleto (ahora sí exagero), el reencuentro solo fue posible al calor de las masas en un restorán italiano. Ese día era el cumpleaños de mi abuelo, y por primera vez en años se pudieron reunir tíos y tías, primos y primas, para saborear ravioles y ahogar las disputas en salsa pomodoro.

No es casualidad que mencione a mi abuelo, porque de él viene la cosa con Italia y la razón de que mi papá prepare una pizza tan buena. El abuelo de mi abuelo era italiano, y migró a Chile a finales del siglo XIX como parte de las millones de personas que salieron de Italia en esos años hacia todos los rincones del mundo. Esa primera diáspora italiana, junto con otra luego de la segunda guerra mundial, explican que hoy la pizza sea uno de los alimentos más extendidos globalmente en su consumo, con infinitas variedades en los diferentes lugares del planeta y especímenes notables como el okonomiyaki (una inusual pizza japonesa que en realidad parece más una tortilla), la pizza hawaiana con piña (inventada por un griego en Canadá), o la famosísima pizza en hallulla (Chile).

Volviendo a la historia de la pizza de mi viejo, les decía que todo fue porque el abuelo de mi abuelo era italiano y un día cruzó el océano y el continente y se vino a vivir aquí. No es mucho lo que sé sobre ese antepasado inmigrante: que era zapatero, que vivía en Osorno, que su nombre era Giuseppe y aquí se lo cambiaron a José. Sin embargo, esos datos sueltos sobre él son mucho más de lo que sé sobre todos mis otros ancestros de esa generación. Sobre su esposa por ejemplo, la mujer chilena con que se casó y mi tatarabuela, de quien desciendo en la misma medida, no sé prácticamente nada. Solo que se llamaba Lucrecia Angulo Godoy. Es curioso eso sobre los antepasados: todos fueron igualmente imprescindibles para mi existencia, pero solo unos pocos sobreviven en mi nombre y la memoria de mi familia. Las vidas de los otros, sus triunfos, sus derrotas, o aquellos pequeños hechos fortuitos sin los cuales yo no hubiese existido, se han perdido bajo el peso del tiempo. De mis dieciséis tatarabuelos, solo llevo el apellido de dos: el papá del papá del papá de mi papá, y el papá del papá del papá de mi mamá. Está clara cuál es la tendencia.
Ejecución y registro: Pablo Esteban Americano

Siempre me ha impresionado mucho pensar en mis antepasados. Hace años, mi papá me propuso un ejercicio mental muy interesante sobre el tema, y quiero compartirlo con ustedes. Como todo ser humano requiere la participación de dos personas para existir, sus progenitores, podemos expresar a cada generación de individuos en base a potencias de dos. Yo, por ejemplo, que soy solo uno, puedo expresarme como dos elevado a cero, lo que es igual a uno. Mis papá y mi mamá, que son dos, serían dos elevado a uno, o sea dos. Mis abuelos son cuatro, o sea dos elevado a dos, y mis bisabuelos son dos elevado a tres (ocho). Supongo que ya captaron la idea: cada generación hacia atrás en el tiempo significa aumentar en una unidad la potencia de dos. Si retrocedemos 10 generaciones, algo más de doscientos años, eso nos da una multitud de 1.024 antepasados pululando por el mundo a comienzos del siglo XIX. Imaginen cuántos eran hace quinientos años, hace mil, dos mil. Llega un punto en este retroceso en que la cantidad esperada de antepasados supera a la población mundial de la época (y de todas las épocas sumadas), lo que demuestra que toda la humanidad está en algún grado emparentada o que este ejercicio mental en realidad no tiene mucho peso ni rigor científico.

En cualquier caso, pensar en esa enorme multitud de antepasados repartidos por el tiempo y el planeta es algo que me vuela la cabeza. ¿Cuántos de ellos habrán sido buenas personas? ¿Cuántos habrán querido cambiar las injusticias de su tiempo, y cuántos se habrán quedado en la desidia, el privilegio o la indolencia? ¿Cuántos habrán sido conquistadores, asesinos, traficantes de esclavos? ¿Cuántas de mis antepasadas habrán sido violadas por mis antepasados? ¿Alguno de ellos habrá pensado alguna vez en el tiempo y que en un futuro lejano un descendiente suyo pensaría en ellos y reflexionaría sobre su existencia? Me impresiona profundamente pensar en ese pasado desaparecido, en esa infinidad de historias y nombres olvidados, todas igualmente necesarias para mi existencia.

©Pablo Esteban Americano
En fin, de todas las historias y nombres de nuestros antepasados algunas se quedan con nosotros y se insertan en nuestra identidad, en nuestra historia. Es lo que pasa con mi tatarabuelo Giuseppe, que migró de Italia a Chile a finales del siglo XIX y hoy llevo su apellido. Ese hecho particular, la migración y el apellido (porque es el papá del papá del papá de mi papá), detonaron que hace unos años tuviera la posibilidad de obtener la nacionalidad italiana. Por ese entonces yo quería irme a estudiar a Europa, por lo que me parecía buena idea contar con la ventaja de un pasaporte europeo. La vida tuvo otros planes: finalmente no fui a ningún lado y mi pasaporte italiano sigue virgen guardado en mi velador.

Sin embargo, no fui el único que hizo el trámite para sacar la ciudadanía tana, y en cosa de un par de años la mitad de mis parientes obtuvo la doble nacionalidad. Eso sí, el que se lo tomó más en serio, lejos, fue mi papá: incluso, tomó un curso de italiano y otro de cocina italiana. Así fue como aprendió los secretos pizzeros y cómo preparar la mejor pizza del mundo. Por eso digo que fue gracias a mi tatarabuelo Giuseppe: si no fuera por él, y si no lleváramos su apellido, mi papá posiblemente nunca hubiese descubierto su enorme talento pizzaiolo (además de que ninguno de los dos existiría). Pero el punto no es ese. Mi papá aprendió a hacer pizza por iniciativa suya, y la perfeccionó por su amor a la cocina y su deseo de deleitar a familiares y amigos con preparaciones deliciosas. La pizza de mi viejo es un monumento efímero a la memoria familiar y al afecto. Como todo, algún día habrá desaparecido y será solo un recuerdo. Después, no será ni siquiera eso. Por eso cada vez que disfruto la pizza de mi viejo me acuerdo de mis antepasados, pero no solo de los que están en mi apellido y en la historia familiar, sino también de los otros, los olvidados, los desaparecidos.

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Acerca del autor:
Vicente Davanzo (Santiago). Licenciado en historia, investigador y gestor cultural con experiencia en fomento lector y en desarrollo de proyectos artísticos. 

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