Para quienes tenemos algunas heridas familiares, historias de exceso, una que otra pena de amor y que además nacimos con esa sensibilidad perturbadora que nos ha vuelto un tanto nihilistas, Mark Lanegan es como leer a Cioran o a Camus, es terrible pero extrañamente esperanzador. Al principio, una de las cosas que me atrajo de él fue que, conociendo un poco de la intensa y decadente primera parte de su vida, decidió vivir. No solo por la experiencia espiritual que tuvo en el hospital donde se rehabilitó, sino incluso en los peores momentos de su vida. Es que siempre me ha parecido un sobreviviente y, en este caso, no separo al artista de la obra, su propia vida espejea sobre su quehacer creativo. Su música es como una purga, como un tren que arrasa con todas las penas, no sin antes intensificarlas. Porque debo admitir que hay algo de masoquismo en todo este ejercicio.
Otra cosa que me conmueve desde hace años, es que tuvo que lidiar con las muertes de algunos de sus amigos, algunos de ellos tan conocidos como Kurt Cobain, Layne Staley o Anthony Bourdain. Justamente a este último, a quien acompañó en un capítulo de su programa dedicado a Seattle, le comentó: “Extraño a tantos tipos que estaban por ese entonces y que ya no están, ya sabes, algunos de mis amigos… pero así es la vida". En ese mismo capítulo se ve a Lanegan comiendo animosamente unas tapas en un restobar español llamado Ocho. En otra entrevista, narra que lo peor que había comido en su vida era lo que preparaban en su casa de infancia. Mark, según su percepción, tuvo una madre que no lo quería mucho y un padre que era buena gente, pero alcohólico. De lo anterior podemos asumir que no creció precisamente en un ambiente amoroso y sabemos que eso se percibe en la comida. Cuenta que generalmente consumían vegetales enlatados y ollas de estofado de albóndigas medio crudas. A su papá le gustaba hacer sándwiches de paté de hígado y queso velveeta, aparte de los panqueques que lamentablemente le quedaban quemados por fuera y crudos en el centro.