Por Soledad Figueroa Rodríguez.
¿Cuántas voces sepultadas se encuentran en la historia escrita con H mayúscula que quema sin permitir sus existencias? ¿Cuántas voces sonoras y escriturales fueron acalladas por provenir de una “costilla”?
En su prólogo crítico, primera parada de este viaje, las investigadoras dan cuenta de un problema arraigado en nuestra educación (teatral) chilena: ¿qué mujeres leímos? ¿qué mujeres estudiamos en nuestra formación artística? ¿qué mujeres son las referentes de nuestro quehacer? Estas preguntas no son nimias; la importancia de relevar la creación de mujeres y disidencias en nuestra —y todas— las disciplinas nos da un marco de referencia para nuestra propia creación. Un impulso, un cuerpo, un esqueleto completo para Ser. Aquello me recuerda a lo planteado por Chimamanda Ngozi Adichie en su libro El peligro de la historia única: “Así es como se crea la historia única, se muestra a un pueblo solo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso. Es imposible hablar de un relato único sin hablar de poder (…) Poder es la capacidad no solo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de dicha persona”. Historia única que aplasta historias de pueblos y géneros. Categorías que indican cómo hemos sido, somos y seremos sin siquiera dar el tiempo de permitir ser. En esta macro pregunta “¿qué mujeres estudiamos?” Se evidencia la falta de sus historias en esta escritura hecha por los vencedores. Salta a la vista la poca presencia de mujeres —y aún más de disidencias— en las antologías dramatúrgicas, en los libros de historia del teatro, tanto en su rol como dramaturgas, directoras, investigadoras, etc. Y si esto pasa en nuestra área no pertenece solo a ella, sino que es un síntoma que se repite a lo largo de cada disciplina y aspecto público. La mujer ha estado relegada de lo público durante siglos, cito a las autoras: “Así la cosmogonía político-social propició el predominio para que el hombre se desarrollara en todos los ámbitos de la sociedad quedando la mujer relegada al rol de madre/protectora, atravesada, además por una iglesia católica castradora y en gran medida por el analfabetismo de principios de siglo XX”. Y ahí volvemos a la idea impuesta por esta Historia mayúscula de la costilla que no puede pensar ni decir.
Continuando en esta misma etapa del viaje, las autoras nos presentan tres categorías de análisis que permiten desentrañar la multiplicidad de miradas de las dramaturgas presentes en esta antología. Estas no son excluyentes entre sí, sino que muchas de las obras presentan al menos dos de las tres macrocategorías utilizadas. La primera categoría es la Educación y conocimiento visto como un espacio de emancipación. Este elemento da cuenta de la importancia de la educación intelectual e institucional para la autonomía de la mujer. Importante es recordar la Ley Amunátegui decretada en 1877, que permitía a las mujeres chilenas, por primera vez, cursar estudios universitarios; o la creación del Instituto Pedagógico en 1889, el que fue una puerta importante para los estudios de mujeres provenientes de las capas medias, que permitió no tan solo el acceso al conocimiento en sí, sino también la enseñanza del mismo. Esta categoría no solo toca a gran parte de las obras presentes en el libro, también a las dramaturgas. Si no se hubiese abierto el acceso a la educación para las mujeres, probablemente las letras que componen parte de estas historias no se habrían producido jamás.
La segunda categoría de análisis corresponde al Amor romántico como espacio de opresión elemento que se repite en casi todas las obras que componen esta entrega. Las autoras precisan la crítica que hacen las dramaturgas estudiadas de ese rol y espacio que han cumplido las mujeres en el mundo de los hombres. La mujer objeto en todos sus términos, relegada al interior de una casa, del cuidado de sus hijos y de la entretención de su marido, el resabio de una persona, la sombra, el eco que repite y que no es. Lo interesante aquí, que lo mencionan Farías Cerpa, Artés Ibáñez y Saavedra González, es reconstruir un centro en que la mujer ya no es el objeto de un deseo sino un sujeto que desea. Ya sea romper su condición pre-establecida por un masculino, o su deseo por otro, el deseo por el conocimiento, el deseo por la libertad. El amor romántico aquí es un estadio de opresión, pero a su vez una anagnórisis de su condición de oprimidas. Ahí está la crítica. Las dramaturgas no están simplemente presentando una situación determinada, sino cuestionando dicha situación.
Acerca de la autora:
Soledad Figueroa Rodríguez (Santiago)
Actriz, Magíster en Artes con mención en estudios y prácticas teatrales UC. Co-directora y dramaturga de CAPRA Arte colectivo. Miembro de VASTA (Voice and Speech Trainers Association) y LAVOCE (Laboratorio Vocal Corporal Emocional). Docente universitaria. Performer Vocal. Co-autora del libro Espérame en el cielo, corazón. El melodrama en la escena chilena de los siglos XX-XXI (2017).
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