DERROTERO DE PICADAS

Comer solo en Ancud y en un restaurant que ya no existe

Por Diego Muñoz Cortés

Restaurant El Cangrejo
El año 2017, buscando imitar el camino trazado por mis maestros, me lancé en un recorrido que tenía por misión cumplir con la colosal tarea rokhiana de Comer y beberse Chile. Mientras que, en paralelo, y a la manera de Alfonso Alcalde, levantaba un Derrotero de picadas que se convertiría en el libro que jamás lograría terminar.

Preparativos, inversiones, ahorros e incesantes lecturas eran parte de las rutinas diarias que sostuve durante un año con tal de cumplir la proeza. Llegado el día del viaje, las circunstancias, la vida y el yo siendo en su máximo fulgor se encargarían de dictar algo completamente distinto a lo planeado.


UN GRAN POZO DE AGUA NEGRA


Es el cuarto día de viaje, son las 7 a.m. y voy montado en un transbordador que surca el Canal de Chacao camino a la Isla Grande de Chiloé. Desde mi butaca veo cómo algunos de los tripulantes se toman fotografías, disfrutan del paisaje y de la fauna marina que escasamente se deja ver. En cuanto a mí, no queda otra que lamentarme. Preso de mis asuntos, repaso una y otra vez los hechos que me llevaron a extraviar la cámara que había comprado justamente para documentar el viaje. Lo peor de todo es que la perdí el día uno, después de atenderme en una famosa picada de Puerto Montt. El lugar lo propuso mi anfitrión, Javier Bruna Bernucci, amigo de larga data y quien por ese entonces era el cocinero estrella del restaurant Pa' mar adentro. Al tiempo después, y como un ejercicio a la memoria, decidí conservar lo sucedido en un poema:


En Cirus Bar nos castigamos
con sopaipillas cuadradas
y chupe de guatitas
Un buzo mariscador nos miraba
colgando desde el techo
Nunca se movió
y eso que le dimos
tres vueltas a la noche

Con el amanecer del borracho a cuestas
y ante la pérdida de lo único preciado
partimos por una pichanga del puerto
en Lo de Adela
que nos dejó entre pisco sours
chuecos y llorando
un gran pozo de agua negra
sobre lo único que había para llorar

Chupe de guatitas y sopaipillas cuadradas en Cirus Bar
Pichanga del puerto en Lo de Adela

RECOLECTOR


Luego de unos 30 minutos llegamos a la isla. El viaje mismo tomó menos tiempo que el que demoraron en bajar los autos y los buses del transbordador. Esto inquietó al resto de los tripulantes, quienes aleteaban en señal de apuro y disconformidad. Yo no llevo prisa. Es domingo, son casi las 8 de la mañana, aún queda un tramo para llegar a Ancud y no me espera nadie.

Al llegar al terminal, inevitablemente pienso en lo horrible que son todos los terminales de buses que he conocido. Es como si un arquitecto apitutado los hubiese diseñado en bloque como parte de un Programa Nacional de Urbanismo Caótico.

Junto al resto de los pasajeros salimos en estampida de la horrible estructura. No tengo batería en el celular y la única referencia que manejo del lugar que me alojará es que queda justo al frente del hospital de la ciudad. Camino varias cuadras sin toparme con un alma, todos los negocios están cerrados de no ser por una farmacia. Como buen hipocondríaco me hago de paracetamol, ibuprofeno, viadil y de protectores gástricos. Nunca están de más, menos cuando se convive con males reales y con otros somatizados. Aprovecho de preguntar a la vendedora por la dirección a la que voy, a lo que responde con un tono seco: “Siga derecho, chocará con el hospital. Si se pierde es tonto”. Lamentablemente (la vendedora no tenía forma de saberlo), soy tonto y además adhiero a esa tesis antropológica que plantea que los humanos con pésimo sentido de orientación descienden de clanes recolectores; no así los que descienden de antepasados cazadores, a esos los dejas con una cantimplora, un cuchillo y un puñado de sal, y se las arreglan sin problemas para salir airosos del mismo infierno.

Pasaron varias vueltas en círculo antes de que diera con las coordenadas. Me recibe una señora que se limita a entregarme un juego de llaves en la mano y a apuntar con un gesto de boca, parecido a un beso que nadie recibe, una casa de madera de dos pisos ubicada al final de un pasaje cerrado. Camino hacia a ella, abro la puerta y dejo los bolsos al lado de una estufa a leña que, para mala suerte, está apagada. Me siento en una silla del comedor, miro hacia el exterior a través de un ventanal con un visillo que torna el paisaje nebuloso. No tengo interés en conocer el resto de la casa.


EL CANGREJO


Luego de una merecida jornada de autoflagelación, llanto y de transmisiones desesperadas a casa, la caña comienza a darme tregua. La oscuridad da paso a pensamientos más nobles. Me perdono. Decido continuar con el viaje. Después de todo, ya había cargado el celular y podía sacar fotos decentes con él. No sería el fotorreportaje que anhelaba, pero algo sería. Caminé sin sentido hasta que di con una avenida cuyo nombre era Dieciocho, calle que —bajo mi sentido de orientación recolector— pintaba como una de las arterias de la ciudad. Eran cerca de las 2 de la tarde y Ancud seguía vacío.

Empujado por el hambre detuve mis pasos ante el primer restaurant que encontré abierto. Desde la calle del frente alcancé a leer su nombre: El cangrejo. No sé si fue el nombre, la advertencia de que servían curanto todos los días del año o el letrero con la ilustración de un cangrejo mesero que cargaba un paño en una de sus tenazas y en la otra una bandeja con una botella de vino y un plato humeante. El asunto es que aún no entraba y ya tenía la certeza de estar frente a un verdadero hallazgo.

Al ingresar al restaurant sintonizo con la siguiente escena: una mujer de pelo rojo está sentada al centro del local, emana aires de jefatura y se funde con el decorado. La secunda un hombre de mediana edad que está postrado sobre un sillón reclinable. Su temple es apacible y nada parece perturbarlo. También los acompaña una mesera que prepara los tragos y saca las cuentas tras la barra. Así como un mozo que perfectamente podría ser el cangrejo del letrero. Todas las murallas del local están empapeladas con las tarjetas de presentación de quienes lo han visitado, muy parecido a lo que hace en sus muros, con las comandas de los clientes, El rincón de los canallas. Pero esto se ve mejor, intencionado, obedece a una estética.

Doña Ruth, dueña de El Cangrejo y quiromante
Me arrimo en uno de los lugares que tiene vista hacía la calle y de soslayo me dedico a mirar a los pocos clientes que me acompañan. Justo enfrente hay una pareja de enamorados que nos obsequia efusivas muestras de amor. Sobre su mesa tienen una botella de vino blanco recién descorchada y un plato ovalado con machas a la parmesana. A mi costado, dos hombres parecen festejar un importante acuerdo de negocios. Aún no tienen nada para comer y beben whisky con hielo que hacen campanear en sendos brindis que no dejan indiferente a nadie. Por el volumen de su conversación infiero que les interesa muy poco lo que se pueda pensar de ellos.

“¿Qué lo trae por acá?” Me interroga el mesero cuando se acerca. Le ahorro la triste historia y pido una cerveza más una docena de almejas crudas para empezar, en tanto me esfuerzo por esbozar una sonrisa que se desdibuja una vez que el mesero me da la espalda. Vuelvo a los enamorados, que han avanzado rápidamente en la botella de vino. El brebaje incrementa sus muestras de amor, ahora se toman de las manos con fuerza y solo se sueltan para darse las machas en la boca. Cada molusco que va de las manos a los labios de los enamorados es arrojado a una tumba que se sella con un beso. Estoy tan cerca de ellos que logro escuchar lo que hablan: “Esto es para siempre. Nunca nadie nos podrá separar”. Pero yo sé que siempre y nunca no son palabras humanas.

Llega mi pedido. Las almejas están frescas y la cerveza al hielo. Por el hambre y la sed que llevo, en cosa de minutos se convierten en un plato con conchas y una botella vacía. No tuve ni que levantar el brazo para que el mesero, con el sigilo de un ninja, apareciera a mi lado presto para tomar el siguiente pedido. Me sugiere pedir un pulmay, o curanto en olla, que vendría siendo la versión de interior del tradicional plato chilote que se prepara en un “horno de tierra” tapizado de piedras planas que han sido modeladas por el mar y el paso del tiempo. Como es medio complejo que un restaurant prepare la versión primigenia del curanto, acepto conforme la sugerencia y de antojado agrego una botella de vino blanco. Así tal vez, en un extraño caso de transferencia emocional, termino enamorado de mí mismo.

Mientras espero, veo cómo los hombres de negocios han pasado del éxtasis total a una conversación más humana. El exceso de whisky y la nula ingesta de alimentos los ha tornado seres sensibles y dolientes, más cercanos a la tragedia que a la dicha. Rememoran tiempos de vacas flacas, una que otra infidelidad marital y a esos viejos amigos a los que la tierra ya les cayó encima. En tanto, la mujer que está al centro del restaurant, esa de pelo rojo y con aires de jefatura, toma una siesta con la boca abierta de par en par. El mozo, al darse cuenta de que la doña cayó rehén en los brazos de Morfeo, corre a cubrirla con una manta para protegerla del frío chilote que se cuela por las grietas del local. Luego, a paso veloz, ingresa a la cocina y retorna con el pulmay y el vino. Del interior del plato emergen los vapores aromáticos que adelantan lo que viene: el mar y la tierra, el matrimonio entre las carnes y los mariscos. Panes de papa. Aves, chanchos y moluscos. Milcaos y chapaleles, acompañados de un tazón de caldo criaturero para humectar. Toda una tradición deconstruida ante mí.

Almejas y pulmay en El Cangrejo
SOBREMESA


Comienza una fuerte lluvia sobre Ancud. Del curanto y el vino quedan solo los recuerdos, pues comer y tomar —como me sopló un buen amigo— son acontecimientos que solo existen mientras suceden. Por su parte, los enamorados se han esfumado y ahora no son más que una mesa vacía. Misma suerte para los hombres de negocios, que hicieron abandono del local afirmándose como pudieron. Pido la cuenta y me despido del mozo estrechando su mano. Estoy próximo a pararme cuando la mujer de pelo rojo, quien despertó hace poco de su desvergonzada siesta, me hace un sutil gesto que indica que debo sentarme a su lado. Se presenta, me dice que su nombre es Ruth y que —tal como supuse— es la dueña del local. Sin dudarlo un segundo, y saltándome toda introducción, tomo asiento a su lado y le pido que narre la historia tras El Cangrejo. Parte contando que es uno de los restaurantes más antiguos de Chiloé y que funciona como un matriarcado. “Aquí los hombres están a cargo de las ollas y las mujeres de los negocios. Mi difunto esposo se encargaba de la cocina y ahora continúa mi actual marido, que es mucho más joven que el anterior, después puede pasar a conocerlo”. También me cuenta sobre el hombre postrado que la secunda. “El Vicente es un cabro que adopté cuando era muy chico. Su mamá lo abandonó cuando se enteró de que tenía una enfermedad rara. Aquí lo cuidamos y lo queremos harto. Imagínese que es un carabinero honorario. Lo condecoró el mismo José Alejandro Bernales, el “general del pueblo”. Confirma la historia con unas fotos que manda a buscar a la mesera de la barra. Ahí estaba el paco mártir condecorando al hombre de temple imperturbable. Como soy malo para escuchar historias en seco, pido al mesero que traiga una cerveza.

Al rato de cháchara caigo en cuenta de que Ruth no tiene interés alguno en conversar, que más bien es lo que se conoce como una habladora: nunca necesitó de un interlocutor válido. Así que me dejo hipnotizar y sigo atento su perorata. “No sé si usted sabrá, pero la gente no solo viene aquí por la comida. También vienen a atenderse conmigo. Aquí les leo la suerte y les cuento sobre los que les depara el futuro. ¿Le gustaría que leyera su ma…”. No la dejo terminar la pregunta y expongo mi brazo completo sobre su mesa. Me pide un objeto personal y entra en un trance que dura algunos segundos. Enseguida toma mi mano con fuerza, la pone entre las suyas y aventura un perfil de mi persona. “Está pasando por un buen momento económico”. “Es estable emocionalmente y se adapta fácilmente a los cambios”. “No lo desea, pero próximamente se convertirá en padre”. “En algún momento de su vida tuvo vicios, pero ya los dejó atrás”. “Es una persona controlada que no se deja llevar por sus impulsos”. Resumen: no le apuntó a ni una. Luego, sin abandonar el papel de quiromante, me invita a hacerle una pregunta sobre el futuro. La miro, respiro profundo y digo: ¿Lograré algún día imitar el camino trazado por mis maestros? Y sin siquiera consultar a los astros, el oráculo o las líneas de mi mano, responde: “No, no lo lograrás”. Y en eso no erró, fue precisa cual Nostradamus. Estamos justo en eso, cuando el mozo y la mujer de la barra comienzan a barrer alrededor de la mesa, señal inequívoca de que la sesión de comida, bebida y quiromancia había llegado a su fin.

Antes de partir, me cuadro con la tradición y dispongo mi tarjeta de presentación en uno de los muros del restaurant El Cangrejo. Una vez afuera, activo el sentido de orientación recolector heredado de mis ancestros y me pierdo bajo la lluvia y el cielo de la noche huilliche, Trengtreng y Kai Kai Filu concentrados de toda mi experiencia chilota.

Postales de El Cangrejo
POST SCRIPTUM

Muchos restaurantes tradicionales, especialmente los que no supieron adaptarse al formato de delivery, dejaron de existir por los coletazos económicos provocados por el COVID. La desaparición de restaurantes y picadas forman parte de las cicatrices urbanas que dejó la pandemia. El cangrejo no fue la excepción. Este texto pretende homenajear su historia y a sus trabajadores, quienes custodiaron sus sabores y aromas por más de 30 años.

Actualmente, en el lugar que estaba ubicada esta popular picada chilote, se construye un complejo de oficinas.

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Acerca del autor:
Diego Muñoz Cortés (Curicó)
Licenciado en educación, profesor de Lengua Castellana y bibliotecario. Trabaja como editor de contenidos educativos del Centro de Innovación Gastronómica y como encargado en un proyecto  de fomento lector para niños y niñas. Es el fundador de A&A.

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