CUESTIONARIO A&A

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Llegamos al nombre de Horacio Ferro por la traducción de Ennuigi, libro de poesía basado en el guión de un videojuego del programador y artista visual Josh Millard. Fue este interesante cruce de lenguajes, sumado el hecho de que son pocas las veces que toma la palabra un traductor, lo que nos hizo querer conversar con él. Y no erramos nuestras balas: hablar con Ferro es hablar de todo.
En esta versión de nuestro cuestionario, que en esta ocasión tensa las cuerdas de la relación que surge entre la traducción y la cocina, el músico y traductor se declara un admirador casual de la “sinceridad” contenida en la comida chatarra, dispara contra la escena literaria actual, a la que ve como a una secta y, a la hora de comer, evoca con nostalgia el platillo familiar que lo hace sentir “en un sábado de verano a las 4 de la tarde en 1994”. 

Abstemios y Ascetas
Fotografías y preparación

1.- Hay platos que nos devuelven a la infancia de una cachetada. ¿Cuál sería éste para ti y quién lo preparaba? ¿Qué lo hacía especial?

La causa limeña que hace mi padre. Es de tamaño familiar. No redonda y chica como la sirven acá en los restaurantes peruanos, sino un pastel de aproximadamente 40 centímetros de largo. Cuando yo era chico mi padre las hacía más voluminosas, barnizando la cubierta con mayonesa casera y coronándola con aceitunas de Azapa –de las únicas aceitunas sabrosas que se encuentran en este país–. Ahora último las hace más aplanadas, sin la mayonesa ni las olivas. Aún así, el sabor cítrico de ese puré de papa seco, sin leche y con mucha pasta de ají amarillo, mezclándose con la cremosidad de la palta y el crujir del relleno de atún con cebolla morada me hace sentir siempre en un sábado de verano a las 4 de la tarde en 1994.

2.- De poder disfrutar una sobremesa con uno de tus traductores favoritos (vivo o muerto), ¿quién sería y por qué?

Hay un traductor español llamado
Perfecto Cuadrado, que es la autoridad máxima en cuanto a la obra de Fernando Pessoa en español. Quizás me gustaría sentarme a conversar con él, pero dudo que el placer fuere mutuo, pues no sabría cómo hablar de otra cosa más que en qué estaban pensando sus padres cuando decidieron ponerle ese nombre.

Admiro mucho a Pablo Gianera, quien tradujo Big Sur (Jack Kerouac, 1962) para la Editorial Adriana Hidalgo; y a Miguel Martínez-Lage, que hizo lo propio con Ágape se apaga (William Gaddis, 2002) para Sexto Piso. Ambas obras comparten la particularidad de tener un flujo de lectura muy cargado hacia lo musical, y ambos traductores lograron, de una manera que a mí me deja absorto, conservar esa fluidez rítmica haciendo que el texto conservara su naturalidad. Esa gracia es un despliegue de virtuosismo brutal por parte de quien está traduciendo, pero que suele pasar desapercibida para el lector de a pie. Esto forma parte de las abnegaciones del oficio: somos trabajadores del lenguaje, parte de nuestro trabajo es pasar desapercibidos, y si nuestro trabajo se nota significa que fallamos y se nos abuchea, pues estamos interfiriendo el acceso del espectador a la obra, como el cabezón de esa canción radial del 95, que se sienta en frente tuyo en el cine y no te deja ver la película. Es totalmente contrario al caso del artista, que cuando su labor destaca, se la reconoce y aplaude. Sobre esa brecha se puede fundar una variación completa de la dialéctica de clases, pero eso sería extenderse infinitamente en el tema.
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 Causa Limeña, versión de A&A a partir de la receta de Raúl Ferro.

 La causa, ese encuentro de dos titanes del Perú —la papa y el ají—, aparece ya en varios recetarios antiguos del siglo XIX, solo que difiere mucho de la receta que hoy conocemos. De hecho, las primeras causas no solo carecían de relleno, sino que tampoco llevaban limón. En su lugar se empleaba la naranja agría, el mismo cítrico que se usaba en aquella época para el ceviche. Décadas después, toma la forma que todos conocemos: con su relleno de verduras, de pollo o de atún, y sazonada con ají y limón.  

Fuente: ¡Bravazo!, Gastón Acurio


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3.- Por tu trabajo te debes relacionar con muchos, ¿con que escritor jamás te reunirías a disfrutar de un trago? ¿Por qué?  

En realidad por trabajo me toca más relacionarme con cineastas y con programadores de salas y festivales de cine. Dentro de ese universo, si tuviera que hacerle al quite a alguien, se lo haría a Ingmar Bergman, sin duda alguna. No es su conservadurismo per se, sino su manera de ser conservador, la que me hace ponerme a la defensiva en dos segundos y me impide disfrutar de su obra –de la que creo que Sven Nykvist, el director de foto es el verdadero genio, junto a la troupé de actrices y actores que lo dan todo. Mi tesis es: dales a ellos cualquier otro director, y el resultado será una obra maestra. Dale a Bergman cualquier otro equipo de trabajo, y su obra pierde toda consistencia–. Desconfío completamente de sus intenciones narrativas.

En cuanto a la literatura, ocurre que el aislamiento en que se encuentra la disciplina es tan acentuado que opera de manera completamente sectaria: si no perteneces a la escena, la literatura chilena se reduzce a Hernán Rivera Letelier, Nicanor Parra y un par de best-sellers más. Si estás parado dentro, conoces a 500 autores contemporáneos, tienes una relación personal con más de la mitad de ellos, y lo más probable es que tú mismo mantengas un hábito de producción literaria, ya sea solo por hobby. Este escenario –que no es único de la literatura, sino que es el influjo nefasto de la lógica gremialista sobre las artes y oficios en general; un estado de cosas que, si estoy dándome el tiempo de desviarme del tema para mencionarlo, es porque siento la urgencia inmediata de revertir: es necesario generar audiencias generales para las diferentes disciplinas artísticas. El arte debe volver a ser un ítem de consumo casual— tiene como resultado que, si tú no perteneces a la escena y tienes la mala suerte de estar presente en un encuentro literario, las conversaciones tendrán un tono esotérico que no te permite participar de ellas, y que la mayoría de las veces pasan por arrogantes –cuando no están derechamente siéndolo—. Lamentablemente, yo me retiré tempranamente de ese mundillo –a principios de siglo– y ahora, cuando me ha tocado por oficio volver a asomar la cabeza en él, se me aparece como distante, incapaz de trascender a su propio comidillo, y realmente, salvo con quienes ya son amigos míos por motivos extraliterarios, no me dan muchas ganas de juntarme a chupar con ninguno de los personajes que allí he conocido.

Ahora, habiendo dicho esto, cabe mencionar que soy alcohólico, y probablemente me vaya de tragos con quien sea que me invite. Espero, con estas dos respuestas, haber cubierto la cuota de ponzoña que con esta pregunta se esperaba en mis palabras. 

4.- ¿Comer para vivir o vivir para comer? 

Me pasa que soy muy goloso, pero paso largos periodos de tiempo bajo mucha carga laboral, por lo que la alimentación termina siendo un trámite administrativo. No obstante, más temprano que tarde me desquito. Una de las irresponsabilidades monetarias en las que incurro, con mayor frecuencia, es en la de comprar comida rica.

5.- De cocinar, ¿cuál sería tu plato más celebrado?

Soy mucho más amigo de comer que de cocinar. Tengo la fortuna de convivir con mi novia, que es chef de profesión, por lo que generalmente adscribo a su régimen de producción culinaria. Hubo un tiempo en mi juventud en que tenía mucho más tiempo libre y me esmeraba en cocinar por placer, más en este momento no logro recordar ninguna receta recurrente. Suelo tener el recetario Nueva Cocina Peruana (1995), de Misia Peta a mano. Es un buen manual. Una reliquia familiar que ha sobrevivido a todos mis cambios de casa. Me encanta que en las fotos los emplatados vayan acompañados de vasos de cerveza rebosados de espuma.

6.- De tener una, ¿cuál es tu canción perfecta para cocinar?

No sé si tengo música preferida para cocinar, pero ya que a continuación se me pide comparar la cocina con la traducción, haré trampa y mencionaré mis dos discos predilectos en este momento a la hora de traducir. El primero es el Meditations (1963) de Eric Dolphy. Me gusta mucho esa sensación como de capítulo de Tom y Jerry donde parten arriba de un crucero y bajan a una isla donde indefectiblemente el gato Tom termina bailando al son de un ritmo sabrosón con un arreglo frutal sobre la cabeza.
El segundo es el Tijuana Moods (1962) de Charles Mingus. Me sorprende de sobremanera la capacidad de meter bochinche que tiene Mingus junto a su orquesta, y sobre todo el que mete aquí, al ritmo de las castañuelas.

7.- ¿En qué se parece traducir a cocinar?

En nada. Creo que son dos procesos totalmente opuestos. Hace poco me tocó transcribir para el festival Puerto de Ideas una ponencia de una neurobióloga llamada Suzana Herculano-Houzel, quien plantea que el eslabón perdido que habilita el salto evolutivo de la humanidad, en comparación al resto de los primates, radica en el desarrollo de la gastronomía como tecnología, pues esta permite reducir el tiempo dedicado al insumo de las calorías necesarias para la mantención de una red neuronal tan compleja como la nuestra, entregándonos la posibilidad del ocio. Herculano define este proceso como predigestión, y ese es un concepto que me parece muy significativo, pues si lo lleváramos al plano de la cognición, una predigestión sería algo así como una preinterpretación.

Muy por el contrario, yo creo que, al traducir las imágenes de un poema, por ejemplo, lo primero que debe evitar el traductor es resolver, si quiera parcialmente, el enigma, el absurdo, el conflicto entre significantes que, al ser presentados allí en plena tensión en el poema, no se decanta por ninguno de sus posibles significados, que quedan contenidos en una imagen vibrante. Es propio de un traductor mediocre resolver esta tensión en su traducción: predigerir sería entonces entregar las imágenes destensadas, decantadas hacia un significado particular, negando sus otras posibilidades significativas, condicionando, en última instancia, las posibilidades de lecturas de la persona que accede al texto.

Este es, lamentablemente, el estado actual en que gran parte de los traductores españoles –que por siglos han dominado sin rival el mercado de la traducción– tienen a la literatura universal, en especial a la poesía –es cosa de revisar el catálogo de las editoriales Visor o Hiperión: la oferta es increíblemente vasta, pero si se tiene la mala suerte de entender si quiera un poco de lo que está pasando en el texto original, la experiencia de lectura resulta irreparablemente dañada–. Mi tesis es que esto se debe, en gran parte, a que la cultura ibérica tiene una tradición poética muy mediocre –salvo el Siglo de Oro, pero eso fue hace medio milenio–, puesto que esta se sostiene sobre puras excepciones. Ni siquiera Machado logró sentar una escuela decente. Podría seguir hablando sobre este tema durante horas, pues es algo que me quita el sueño, pero prefiero cerrarlo recalcando la necesidad de refundar el acceso del lector latinoamericano a la literatura universal, y para ello es fundamental volver a traducir la gran mayoría de esas obras.

8.- Si el asunto tuviera el tono de una batalla campal y te vieras obligado a tomar un bando, ¿serías rokhiano o nerudiano? ¿Por qué?

Uh. Siempre he intentado mantener un espíritu casual con mis lecturas, lo que termina resultando en que sean antojadizas y poco sistemáticas, rara vez intencionadas. Me apesta leer por obligación. De hecho, cuando en la universidad me tocó dar una prueba sobre Dostoievski, le pedí a un amigo que me contara el libro: me saqué un siete. Eso no habla tan bien de mí como pestes de la facultad en la que estaba matriculado. Un par de años después tomé el libro y me lo devoré. Pero si me hubiera sentado a leerlo oprimido ante la inminencia de ser evaluado, la experiencia lectora se me hubiera arruinado por completo. Digamos que Neruda y de Rokha siempre tienen esa aura de ‘obligación’ que me llevan a hacerles un poco el quite. No estoy diciendo algo de lo que me sienta orgulloso, sino intentando ser honesto al describir una cosa que me pasa. A esto hay que sumarle que soy extranjero, y que eso de "Chile, país de poetas" es un cuento que esta sociedad ha necesitado contarse a sí misma –desde todos sabemos cuándo, al igual que eso de "los jaguares de Latinoamérica"– para construir un país imaginario en el cual poder evadirse del hecho de que estamos con el fango hasta el pescuezo. Chile para el extranjero es Pinochet, vinos y –ahora último– Alexis Sánchez. No entra la poesía en ese triunvirato. Tampoco el Pichichi. Lo siento.Lo que intento decir es que no los he leído mucho. Pero de lo poco que he leído, me pasa con Neruda que en varias ocasiones me deslumbra, pero la mayoría de las veces me da la lata. A de Rokha lo he leído aún menos –convengamos que hay que hacer un esfuerzo mucho más activo para acceder a su obra–, pero de lo que he leído, he encontrado en su espíritu una inclinación hacia la crápula que me resulta simpática. Es de los autores en los que siempre quiero profundizar, pero que nunca logra subir a la cima en la lista de espera.

Da risa, sí, pensar en la que quizás es la mejor pregunta que se hace Neruda en su Libro de las preguntas: "Qué dirán de mi poesía los que no tocaron mi sangre?". No es muy amable la respuesta.

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Ennuigi, poemario/videojuego de Josh Millard. Traducción por Horacio Ferro.


9.- De los platos que se hacen llamar nacionales, ¿cuál es tu favorito y cuál el que menos disfrutas? ¿Por qué?

Tengo la extraña suerte de haber nacido en Perú y haber vivido en España y en México, países con una tradición culinaria mucho más cargada hacia las especias que la chilena. Eso, sumado a que en mi casa familiar nunca engancharon mucho con la gastronomía local chilena –prefiero el adjetivo local a nacional, pues implica una relación con el territorio, el lugar, en vez de con un constructo identitario artificial y tramposo—, implica que sean contadas con los dedos de las manos las veces que he comido, por ejemplo, una cazuela. Habiendo establecido esto, debo decir que las empanadas de pino son uno de los mejores inventos de la humanidad, al igual que los completos: esa ocurrencia de reinventar el perro caliente y explotar al máximo las posibilidades de acompañamientos de la salchicha me parece grandiosa.

Cambiando el tema, el año pasado tuve la oportunidad de traducir un documental ¿Hacia dónde vamos? Alimentación saludable en un mundo globalizado (2019) dirigido por Gabriela Medina y Matías López, quienes, a partir de la crisis en la alimentación en Chile –según la Encuesta Nacional de Salud, solo el 5% de los chilenos se alimentan saludablemente–, exploran las posibilidades de revertir esta situación mediante la revalorización de las tradiciones culinarias propias de cada región. Entre varias otras cosas, la película hace un seguimiento a las distintas recetas de los finalistas de la Copa Nacional del Charquicán, concurso cuya existencia desconocía por completo. Algo que llamó mi atención y que me parece una respuesta más interesante a esta pregunta que decir, con voz de idiota, "me gustan los completos", es que el charquicán es una preparación medular a lo largo de todo el territorio chileno, pese a que el plato varía virtualmente por completo dependiendo de la zona en que uno se encuentre: así, en Arica se prepara con charqui de llamo; en el valle central con charqui de res, y en la isla de Chiloé, con charqui de salmón. Tras traducir este documental no solo quedé con un apetito voraz, sino que también con la inquietud de querer conocer este plato a mayor profundidad.

.10.- ¿Tienes algún placer culpable en la comida chatarra? ¿Cuál es?

El único placer que podría denominar culpable entre los que tengo es la arquitectura. Me explico: si observamos el planeta desde fuera y lo pensamos como un organismo, las ciudades se me aparecen como unas costras supurantes producto de una infección similar a la sarna, la cual el pobre planeta se sacude para intentar sacarse de encima, pues no tiene brazos para rascarse. Y, sin embargo, qué hermosa que es la obra de Luciano Kulczewski, mi arquitecto favorito, de entre los edificios antiguos que van quedando en esta ciudad. Esta contradicción entre mi lógica y mi estética se acentúa más en el caso de los edificios religiosos. El por qué, creo yo, cae de cajón.

En cuanto a la comida chatarra, antes de que colapsara el gobierno –y luego el mundo–, yo intentaba ir a comer al menos una vez al mes a un McDonalds. Al Burger King igual le hago, pero no me gusta tanto, porque intentan disimular el hecho de que son chatarra, y te venden una hamburguesa que simula ser, muy vagamente, una hamburguesa de verdad. A los de McDonalds no les interesa esa farsa, son más honestos. Te venden plástico procesado, tú lo engulles y acto seguido el venenato monosódico activa tus endorfinas, y eres feliz por un rato. Lo pienso como un acto sacramental de comunión con la decadencia del mundo en que vivimos. No me gusta perder contacto con esa decadencia, porque de lo contrario es como cuando uno se rodea de gente que no vota, o en el más democrático de los casos vota por Artés, y cuando llegan las elecciones Piñera gana por goleada y resulta que el mundo en el que uno vive no se condice en absoluto con aquel en el que se creía vivir. Bueno, eso, y soy adicto a la Coca-Cola. Tomo entre dos y tres litros diarios. Sin azúcar, eso sí. No quiero que me corten las piernas demasiado pronto.

11.- Para finalizar, y con la idea de sumarlo a nuestro derrotero, ¿nos podrías recomendar tu picada favorita?

Sí, por supuesto: en primer lugar, la de mi amor, Pamela, –¡TENGO HAAAAMBRE!(con cuatro aes)–quien vende las mejores colaciones vegetarianas a tan solo $2.000. Cuando se podía salir a la calle yo estaba suscrito a su menú de manera mensual, y cada día partía al trabajo con el almuerzo asegurado.

Por otro lado, me gusta mucho la Taquería TH. Es un local muy extraño: el paño de terreno en que se emplaza mide a duras penas unos 12 metros cuadrados, y el cartel que la corona es blanco y dice genéricamente, en letras rojas mayúsculas y sin serifas: TAQUERÍA, como si se tratara de una tira cómica. Si uno examina con detención el cartel –y con detención quiero decir que me demoré años en notarlo–, al pie de la última letra ‘A’ del nombre hay un círculo donde ahora dice TH, pero que antes decía 14 pues, extrañamente, este puesto nació como una franquicia de la TAQUERÍA 14, una cadena –supongo—de locales al paso en Guadalajara que por motivos que se me escapan llegó a aterrizar acá, como una espora que surcó por los vientos andinos durante miles de kilómetros antes de posarse en suelo y brotar a cuatro cuadras de mi casa. Hace un tiempo la compraron unos venezolanos, el número derivó a letras, y ahora, si quieres, aparte del menú mexicano puedes comprar arepas y hamburguesas. Afortunadamente conservaron la receta de los tacos al pastor, que siguen teniendo ese sabor que probé a los 15 años por última vez en la taquería del aeropuerto del DF, a punto de ir abandonar esa ciudad para siempre, pensando que nunca volvería a sentir esa sensación en el paladar.

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¡TENGO HAAAAMBRE! Se caracteriza por prestar servicios de catering y hacer entregas de menús vegetarianos a buenos precios (desde $2000). Su funcionamiento va de lunes a jueves y tiene alcance de despacho en las estaciones de metro Universidad de Chile, Salvador y Matta. El valor del despacho es de $500. Contacto +56 9 63945750

Dirección
Retiros en General Jofré 346, dpto. 101 B, Santiago.

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Taquería TH, también conocida como Taquería 14, es un pequeño local con buenos tacos y michelada a luca en Vicuña Mackena, casi al llegar a Diagonal Paraguay. Por muchos, es señalada como la mejor picada de comida mexicana en Santiago. 
Contacto +56 9 48547259

Dirección
Av. Vicuña Mackenna 93,
Santiago.

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Horacio Ferro (Lima, 1983). Traductor especializado en cine, literatura y patrimonio cultural. Se desempeña como músico en las bandas El Purpurado de Charol, Gris Castigado y Un Festín Sagital . A finales del 2018 publicó la traducción del poemario/videojuego Ennuigi(Libros Tadeys) de Josh Millard Desde inicios del 2019 dirige el espacio cultural LOF, situado en la comuna de San Miguel.

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