DERROTERO DE PICADAS

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Arriba de la rivera: una reflexión en torno al término picada (picá)

Diego Vargas Duhart

Diego Muñoz Cortés
@abstemiosyascetas

En el habla chilena la palabra picada (picá) adquiere tantos usos y connotaciones que es difícil encontrar una definición exacta, unívoca y global de este término. Las características que hacen que un lugar sea considerado picada son tantas que estereotipar estos espacios en algunos casos incluso resulta contradictorio: lo que una picá tiene no lo ofrece la otra. A pesar de esto, se puede plantear que -en términos culinarios- en una buena picada se buscan los productos más frescos: el menú que se sirve varía según la disponibilidad de los proveedores; todo debe ser del día y envuelto en ese exquisito aroma artesanal. En la picada se ofrecen prietas, lenguas, interiores, queso de cabeza, pescado frito, arrollado, pernil. Las porciones son abundantes y se sirven al plato, acompañadas de papas cocidas y ensalada a la chilena. Enguirnaldan la mesa las marraquetas y chancho en piedra, el pebre, ají pebre o pasta de ají. Una picada puede marcar la diferencia por su picante: permite seguir comiendo y abre el gaznate a esos tragos a base de vino con nombres como de señor y señora gordos: navegao, pipeño borgoña y –rey de reyes- el terremoto. Sin querer dogmatizar ni encasillar qué puede o no considerarse picada, sirva aquí una revisión de distintas locaciones metropolitanas que pueden ayudar a vislumbrar un buen lugar para comer y tomar a precios razonables. 



Iniciemos por la vía negativa. ¿Qué no es una picada? Me he sorprendido de que algunas guías turísticas señalan que el Liguria –con excelente mechada, características chuletitas de cordero al ajillo e interesantes preparaciones en escabeche- se recomienda como picada. Lamentablemente, en este restaurante los precios de farándula concluyen en cuentas hiperbólicas dignas más de especuladores bursátiles que beben Campari de bohemia citadina que se atraganta con pipeño. Por eso, nunca me he arrepentido del perro muerto que hice con ex compañeros de colegio en el desaparecido Liguria de Providencia al llegar a Tobalaba (con volteo de mesas, quiebre de vasos, persecución de garzón y patadas al aire, incluidas). Por mucho que se recomiende a los viajeros, el Liguria nunca se pensó como picá, sino más bien como un cónclave político de la whisky izquierda y el siutiquería capitalino que disfruta pagando de más.  

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El Galindo (en el corazón de Bellavista), por su parte, ofrece la ambientación de una picada que en sus inicios se hizo fama entre trabajadores y obreros, pero, al igual que el Liguria, el lugar está atiborrado de extranjeros, lo que debiera hacer desconfiar a quien busque un dato económico para comer y beber. Uno de los platos más solicitados son sus parrilladas, pero estas no ofrecen ninguna diferencia especial con otras similares. En el Galindo sí vale la pena probar el abundante pastel de choclo que ha mantenido su receta intacta por casi cincuenta años. 


Y si de turistas conociendo un lugar folclórico se trata, la manoseada La Piojera, cerca de la Estación Mapocho, se lleva el premio: el año 2014 fue elegida por el diario madrileño El País como uno de los cinco lugares más alucinantes de Latinoamérica. Independiente de que su fama internacional lo delate como un lugar que ya no guarda el secreto de una picada, de todas formas, La Piojera destaca por su sándwich de pan amasado con pernil y una pasta de ají tan picante que invita a maldecir. Además, el terremoto también le ha hecho ganar su fama y, aunque no me consta, dicen que a los parroquianos más devotos (o más ebrios), se les sirve el económico guaipeao: un delicioso brebaje hecho a base de exprimir en un vaso largo el guaipe del mesero con los restos líquidos de las mesas y barras del local. De ofrecerse, es solo para aquellos elegidos por Dionisio, porque no he encontrado evidencia de ese trago y lo más probable es que sea parte de la mitificación que adquieren estos lugares. Como la fama de la que goza El rincón de los canallas (en Serrano con Curicó) que, siendo sinceros, hoy vive más por su leyenda de considerarse una suerte de bastión de resistencia al toque de queda en tiempos de la dictadura más que por la calidad de los productos. Se rescata, en todo caso, que es un lugar detenido en el tiempo, en la mitad de un sector que le ha dado por alzarse en edificios interminables. Las comandas con los pedidos de los visitantes que cuelgan por todas las paredes (como una suerte de instalación autoreferente) resguardan a los amantes furtivos que se preparan antes de enredarse en las sábanas de algún motel cercano y a los oficinistas que capean el trabajo metiendo las narices en sendos vasos de vino.  

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Otra picada que se ha mitificado es El Hoyo (Estación Central) con su plato estrella, la lengua, que ha dado -era que no- pie para obvios comentarios del tipo “lo mejor es la lengua en El Hoyo” o “qué rica la lengua en El Hoyo”. Tanto se ha afamado que ha cobrado nombre entre los extranjeros e incluso el desaparecido Anthony Bourdain la probó en su paso por el país. Y si es por productos estrella y diferenciadores, el pernil del San Remo (que cambió su tradicional locación al barrio Ñuñoa) no se queda atrás y fue sindicado en su momento por el crítico gastronómico Ruperto de Nola como el mejor en su tipo.


Existen otros lugares, en cambio, que nacen como picadas, se popularizan, mantienen su imagen intacta, pero -corrida la voz y alcanzada la fama- suben los precios. Es lo que sucedió con el
Venezia en el barrio Bellavista (donde la abuela de mi señora trabajó como mesera y conoció a un cliente del bar que se convertiría en su marido por sesenta años), que mantiene hasta hoy su estética de mesones de madera coronados con banderines de distintos equipos de futbol y mesas cojas con cubiertas de melamina color verde agua. El Venezia fue muy famoso por su cazuela de ave, pero que hoy pareciera que la calidad de sus productos es inversamente proporcional a los precios que se cobran. Las Lanzas (en plena plaza Ñuñoa), también es una picada que ha mantenido su estética por décadas. Reúne a un público altamente transversal y mantiene la preparación de platos que funden las raíces ibéricas del dueño con tradicionales platos nacionales, como los callos a la madrileña o las patitas de chancho con salsa verde. La degustación de la amplia carta de platos de Las Lanzas está amenazada por el fallecimiento de su fundador y lo más probable es que esos distintos ambientes que se suceden uno tras otro como relato de Mario Levrero desaparezcan.  



Dentro de las picadas que ya no están con nosotros, cabe mencionar el Marabú, que llegó a cumplir cincuenta y dos años intacto en la rotonda Sebastián Elcano y que fue bien bien descrito en las crónicas periodísticas de Francisco Mouat, dueño de la librería Lolita. Hoy de ese local queda solo el emplazamiento, porque sus dueños, los parroquianos y la receta secreta de la cazuela de pava desaparecieron y en su lugar dos hermanas muy simpáticas, pero sin patente de alcohol intentan actualizar un lugar que, en nuestras mentes, siempre seguirá detenido en el tiempo. No podemos dejar de mencionar el desaparecido Donde Bahamondes, que se ubicaba en la esquina de Holanda con El Aguilucho, locación usada hoy -en una suerte de paradoja extrema- por un servicio de salud público. Originalmente se llamó Hermanos Bahamondes y quedaba en la vereda norte de El Aguilucho. Dicen que una pelea fraternal separó las aguas y dio forma a esta picada a la que se iba, principalmente, a beber dado lo económico de sus precios y lo extendido de su horario, ajeno a cualquier ordenanza municipal. Cuando hice del Bahamondes una de mis locaciones de cabecera, me enteré de los arreglos que tenía el dueño con los tiras. También Juanito, el histórico mesero calvo de esta picada, tenía sus acuerdos con la policía que le permitían vender cocaína a vista y paciencia de todo el mundo. El negocio era redondo: el trago y los motes llegaban directamente a la mesa, los detectives se dejaban caer cada cierto tiempo a buscar su coima y los asistentes fingíamos como si nada pasara. El local fue clausurado varias veces antes de su cierre definitivo, el que estuvo marcado por la detención de Juanito y la tristeza de cuanto estudiante de Campus Oriente de la UC que desvirgó sus ñatas en el mítico Bahamondes. 

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Algunas picadas, por su parte, tienden a desarrollar relaciones simbióticas con el entorno en el que se establecen, como Las Tejas –en San Diego-, también conocida como “el templo del terremoto”. El local se ha convertido en parada obligada para achisparse antes de cualquier buen concierto en el Teatro Caupolicán o el Teatro Cariola. Probablemente esta cercanía es la que ha atraído a Las Tejas a una serie de artistas folclóricos y músicos urbanos. Es el caso de don Egidio, personaje que lleva décadas animando la empiná de codo con melancólicos boleros, valses peruanos y una que otra tonada. Recuerdo pocas borracheras tan consistentes, divagadoras y extensas como la que agarré en Las Tejas a punta de terremotos, casi tan buenos como los de Las Pipas (en calle Serrano), que ha perdido a sus tradicionales comensales pero que aun es frecuentada por universitarios y oficinistas que buscan sus abundantes y sabrosas pichangas y “la réplica”: un vaso pequeño de terremoto a mitad de precio que el primero.


No se nos pueden escapar las picadas que entran en la categoría combinados gigantescos, encabezada por el Bar de René (en Santa Isabel, flanqueando el barrio Italia). Este local se caracteriza por piscolas dignas de metalero, público frecuente de este bar que lleva más de quince años acogiendo tocatas en vivo de bandas del under capitalino. No lejos de ahí, en Infante al llegar a Santa Isabel, está el Rapa Nui, que le collerea los combinados al Bar de René. Me imagino que la abundancia de pisco es lo que ha atraído al Rapa Nui a una serie de poetas que a veces es posible escucharlos recitar, siempre y cuando no hayan tomado mucho. Y si hablamos de picadas literarias, probablemente la más famosa es La Unión de Jorge Teillier. De hecho, una de las imágenes icónicas del autor de Poemas del país de nunca jamás fue tomada precisamente a las afueras de este establecimiento (también conocida como la Unión chica, por oposición al exclusivo y aristócrata Club de la Unión). Ubicada en pleno centro capitalino, entrar a la Unión es degustar un trozo del Santiago que ya no existe y que no va a volver. Otra que adquirió el estatus de picada literaria es Parrilladas La Elenita, suerte de centro de operaciones y reuniones de Mauricio Redolés en la céntrica calle Vergara. Ahí Redolés impartía talleres de poesía y organizaba lecturas en las que predominaban diletantes autores con obsesiones anarquistas y con una evidente debilidad por incorporar garabatos en sus creaciones: trataban seguirle de cerca -aunque muchas veces sin lograrlo- la huella lírica al autor de Bello barrio

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Mención especial en esta crónica para uno de los secretos mejor guardados: La Picá del Viagra, característico local en el sector de Tobalaba con Arrieta (en calle Leonardo da Vinci, en el límite de las comunas de La Reina y Peñalolén). Uno de los aspectos que más me gusta de esta picada es que hace fantasear a sus parroquianos con la idea de lo arcano, con ese lugar al que solo los elegidos por la diosa borrachera pueden acceder: al Viagra se llega dateado o de la mano de otro comensal. Por supuesto, cumple con todas las características de una buena picada: sus prietas son excepcionales, el pescado frito se sirve solo los jueves, el arrollado es picantito y el terremoto tiene un ingrediente secreto de alto impacto etílico. Su dueño, don Milo, atiende el local todos los días (menos los lunes que cierra) y los meseros llevan tanto tiempo trabajando ahí que parecen parte del mobiliario. El público del Viagra es profundamente heterogéneo y entre su fauna se halla a los vecinos del sector, obreros de la construcción, funcionarios municipales, estudiantes y muchos profesores quienes, en una suerte de desahogo profesional, suelen terminar borrachos hasta las masas. En fechas cercanas al 18 de septiembre es posible ver comensales que entonan cuecas y zapatean en la terraza. Como buena picada, no tiene Facebook ni Twiter y solo se aceptan pagos en efectivo. Tampoco es un lugar muy limpio o excesivamente higienizado (picá limpia parece una contradicción). Las condiciones del baño son un ejemplo de que el Viagra es una picada con todas las de la ley y el aseo debiera hacer dudar a quien aventure una primera cita romántica en ella. El decoro, se entenderá, es secundario, porque aquí se viene a tomar y a beber: quien entra en este lugar sale indefectiblemente tambaleando y con la vista nublada.


No se tienen por qué cumplir todos los requisitos antes mencionados, ni estos son los únicos que pudieran existir a la hora de reconocer una buena picada. Personalmente, me inclino por los efectos efervescentes de la picada. Cuando voy a una quiero salir arriba de la rivera. Algo así como estar arriba de la pelota pero llevado en el andar como por el vaivén del agua que hace flotar la existencia mientras se tienta un impreciso regreso a casa por un camino que se hace cada vez más difuso y oblicuo. Así. Arriba de la rivera.   

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Diego Vargas Duhart. Profesor y creador teatral. Actualmente trabaja como docente y es parte de La Cajita, compañía dedicada a la creación de experiencias sensoriales para la primera infancia. Es el experto en picadas de A&A.


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